Hoy me sentí solo.
Me peleé conmigo mismo.
Me interpelé a mí mismo.
Me sufrí a mí mismo.
Me dije todo lo que nunca tendré,
de bueno, de malo;
de sincero, de hipócrita.
Me dije: fuiste buen hijo, mal hijo
(y peor hermano).
Fuiste buen padre, mal padre;
buen esposo, mal esposo.
...Y que no sabés de prioridades.
En fin.
Hoy fui yo. Fui vos.
Y, por supuesto, fui nosotros:
los seres humanos.
Daniel O. Vangioni
Esperanza, 16-3-2019
Daniel Osvaldo Vangioni
sábado, 16 de marzo de 2019
sábado, 23 de enero de 2016
LA REBELIÓN DEL LADRILLO *
“…Venid, acercaros, ayudad a este viejo,
sostened conmigo la memoria. Así vuestra vida no transcurrirá en vano”.
(Anónimo - S. XIV)
Una cosa es que te lo vayan a contar y otra muy
distinta es tener la posibilidad de ser testigo. Por eso creo, estoy corriendo
con ventaja. Igual me parece que hay que estar en la piel del tipo para saber
qué se propone lograr con esa hoja de papel y una birome. Es indudable que
intenta escribir. Y ahí está la ventaja de ser testigo, poder observar que no
quiere hacerlo denotando amargura o angustia, ni siquiera indignación por tener
que lidiar con la angustia o la amargura. Para decirlo de otro modo, él quiere
escribir, pero no desde la parcialidad de un estado de ánimo; porque una cosa
es lo que es y como tal debe quedar inalterable. Ahora está mirando por la
ventana, hacia el muro. “La libertad es ficticia; siempre existe un muro,
aunque nada o nadie escapa a la acción del tiempo”. Expresa el pensamiento
mediante un suspiro, que mueve y aleja la hoja de papel que había dejado
descansar sobre la mesa. Yo le he dicho más de una vez que no se deje atrapar;
le he dado aliento y me da la impresión de que me ha hecho caso cuando piensa
que el tiempo espera su momento y actúa paciente. Pero lo dudo cuando mueve la
cabeza en un gesto de desencanto y recorre con los ojos los lugares donde la
caída del revoque deja desnudos a los ladrillos, que van desgranándose poco a
poco y en algunos lugares, incluso, han desaparecido. A pesar del desencanto
por cómo lo dice, debo darle la razón cuando compara la pared a una dentadura
antigua y amarillenta que resignada, ve cómo sus piezas han ido perdiéndose
irrecuperables junto con los años.
¿Veinte? ¿Treinta? ¿Cincuenta años? Difícil determinar
la edad del muro. Difícil diferenciar entre la igualdad de tantos días, donde
la semana era lo mismo que el mes y éste a veces se encontraba con el festejo
de los vecinos recibiendo un nuevo año. El tipo ya no festeja, se ahorra el
significado. Claro, yo casi le digo que nadie dijo que resultaría fácil, pero
adivino que él lo sabe, a juzgar por el modo en que enciende un cigarrillo y
mira a través de la ventana.
Muchas personas no pueden con su genio (como yo, que
al pensar en la dentadura amarillenta, no puedo evitar imaginarme el mal
aliento), por eso comprendo su dificultad en exteriorizar sus sentimientos. Sé
que los ve como acciones difíciles e inútiles de realizar, que había dejado de
realizar sin lograr impedirlo. Aunque se nota que las extraña, o no hubiese
tomado nuevamente el papel y la birome y se esforzase en escribir para romper
el desencanto, como para sentirse vivo, como si verdaderamente le importara y
detrás de la birome le fuese la vida.
Yo creo que de verdad le importa por cómo de a ratos
se mira las manos. Retrocede en los años. Se está acordando de cuando no las
sentía como ahora. Eran años de encantamiento. Alguna vez se sintió libre y
creyó en sus manos. Incluso llegó a creer en la necesidad del muro y en la de
contribuir para aumentar su altura. A veces no hace falta un conjuro para
romper con los encantamientos. Él se dio cuenta de que había ocurrido cuando
comenzó a llamarse “tipo” a sí mismo y hablaba de él como si fuera de otra
persona.
Yo no soy quién para determinar si es motivo de
locura, pero estoy seguro de que duele cuando el encanto se rompe. De todos
modos debo coincidir en que eso ya pertenece al pasado y carece de importancia,
y que hoy la prioridad es vencer al desencanto. Por eso otra vez intenta con la
birome; aunque no le resulta fácil (ha pensado en cerrar la ventana para no ver
el muro y ha desistido porque igual sabrá que está ahí, del otro lado). No es
poca su voluntad, pero se queda sin palabras. Haciendo tiempo utiliza el
costado del margen para hacer dibujitos. Ahora está probando con figuras
geométricas: siempre le asombraron los ángulos. No siempre fue así, pero hoy
duda con los rectos, desconfía de los agudos, se descontrola con los obtusos,
se indigna con los llanos.
Piensa, se imagina cómo se vería, cómo influiría entre
los dibujitos y figuras el agregado de un círculo o de un cuadrado. Concluye
que no, basta, el mundo está lleno de cuadrados que mueren por los círculos y
círculos repletos de tantos cuadrados. De pronto se sorprende porque no sabe en
qué momento dibujó un triángulo. Perplejo y absorto, la trinidad no le anima:
“Esta necedad de creer en los milagros” atina a garabatear.
Más que esperar, el tipo apostaría por un par de
brazos (incluso los míos), pero ya no se acuerda de cómo debe jugar; además
sabe que su suerte ya está echada y no quiere, ni tiene, ganas de callarse.
Vuelve con la birome y vuelve a hablar de él mismo como si se tratase de otra
persona a la que se le va escapando la vida.
Se apura y se desespera porque las palabras van
apareciendo más claras y lo molesta el desencanto. Se detiene en un respiro
necesario para recobrar el pulso. Sacude la birome. Debe remarcar algunas
palabras. La frota entre las manos esperando que baje un poco más de tinta y
sólo logra repujar el papel. Está
puteando por lo bajo y la situación sería chistosa si el tipo vencido
por la birome no estuviera mirando como mira otra vez por la ventana,
sintiéndose tan ladrillo, otro estúpido ladrillo más, a punto de ser pegado
silenciosamente para preservar la integridad y altura del muro (en el que
alguna vez creyó).
Menos mal que yo tengo la ventaja de ser un simple
testigo de la desesperación de este marginal ladrillo anónimo, que siente que
irá a reemplazar a alguno de los que han ido desgranándose. Tratando de
calmarlo, de que se sienta menos pared -y como creo saber qué se proponía
conseguir con la escritura-, le digo que voy a terminar lo que él pretendía. Y
que se quede tranquilo, que alguien lo leerá. Y que seguro en el futuro
encontraremos algún osado animándose, intentando derribar el maldito muro o al
menos escalarlo, pero por fin trasponerlo.
D.O.V.
* Hará unos quince años que escribí "La rebelión del ladrillo", relato que, junto con otros, componen mi libro "Las primeras personas", editado en octubre de 2009. Quizá porque hoy al releerlo creí que de él se desprendía cierta vigencia, a pesar de los años transcurridos; o quizá y simplemente porque sentí cierto gusto y placer en su lectura, y porque aquellas cosas que nos gustan nos llevan a querer compartirlas, es que decido publicarlo nuevamente a través de este medio.
Daniel Osvaldo Vangioni
martes, 2 de abril de 2013
AGORAFOBIA
1-
Si me preguntan, diré que la memoria se
parece mucho a esta vieja, llena de arrugas y ovillada en un rincón. Y si no me
preguntan, estarían dándome la razón sin enterarse. Nunca aprenderán. Primero
hacen leña del árbol caído, y después de algún tiempo, las personas acaban
plantando en su lugar, otro de la misma especie. Esa es la verdad. Tan cierto como
que existen quienes hurgan en la historia y la manipulan con la intención de
idealizar a ciertos hombres, tomándolos como ejemplo de virtud y liderazgo.
Pero allá ellos. Esta vieja sabe muy bien que a veces, dos más dos terminan
siendo tres, o cinco; y que las palabras alcanzan la cúspide de su poder cuando
son transformadas en mentiras.
Si a alguien le interesa la verdad,
simplemente diré que cuando se trabaja por muchos años para una sola familia,
dentro de las cláusulas que no se escriben en el contrato está la de respetar
aquella de que los trapos sucios se lavan dentro del hogar, y que aún hoy, sigo
respetando ese silencio que supe guardar en aquella primera época. No, no tengo
remordimientos por eso. Si debo reprocharme algo, será por lo que vino después,
cuando en reconocimiento a mi discreto servicio y a mis estudios, mi patrón me propuso
trabajar con él. Ese fue el cómo y el por qué dejé el servicio doméstico y pasé
a ser la secretaria personal de todo un caudillo.
El mundo de la política es fascinante: La
primera impresión que tuve no fue muy buena, y en medio de mi asombro, llegué a
creer que ese ambiente alimentaba los egos y transformaba a las personas en
imbéciles. Después alcancé a notar que quienes están en política han nacido
para eso, como si pertenecieran a una especie única que ha encontrado un lugar
para relacionarse. Dentro de esa conglomeración pude descubrir a una minoría
que sabe mantener la sangre fría y direcciona los pensamientos y criterios de
una mayoría. Y que los que conforman esa mayoría aceptan las reglas del juego,
porque saben que con sólo esperar, en algún momento tendrán la oportunidad de
incluirse dentro de la minoría.
“Trabajar en política es dejarse llevar
por el instinto”, llegó a confiarme mi jefe. Acabé dándole la razón: comencé a
compararlos con perros alzados corriendo detrás de la perra en celo, peleándose
entre sí. Y siempre diré que el arte de la política consiste en saber transar
con los bloques opositores mientras se echan rayos por los ojos.
En fin… La primera impresión siempre es
la que vale, pero decidí que una flamante secretaria personal del recién
asumido intendente de la ciudad, debería ser discreta.
Siempre cuidé de mi aspecto. Y en mi
juventud fui bastante coqueta. Modestamente, digamos que no era una modelo,
pero casi. Y tenía un algo natural y encantador para los hombres. Nunca me puse
a pensar si la diferencia estribaba en los gestos, o el brillo de la mirada, o
la entonación de una frase. Pero están las mujeres que van por el mundo como con
un cartel pegado en la frente pregonando que sólo aspiran a tener hijos, y
están las otras que como yo, sólo pretenden divertirse eludiendo compromisos. Y
ese nuevo ambiente donde me vi inmersa y sin esperarlo, con tanto gil dando
vuelta, era un espacio ideal para hacerlo. Y con mis idas y vueltas con tanta
diversión, con tanto cuerpo a cuerpo, me descuidé y terminé metiendo la pata.
Mi jefe tenía la sangre fría del
caudillo, y una vista de águila para descubrir a las personas con problemas, y
también, un ensayado semblante altruista a la hora de ofrecer su ayuda.
Solícito me acompañó y presentó un médico de su confianza. Así conocí, muy a mi
pesar, al doctor Federico.
Nunca pude pronunciar su apellido, se me
trababa la lengua. Por eso me dirigía a él por su nombre de pila. Más que un
médico, parecía un personaje salido de la farándula. Siempre en pose y como
atento a los paparazzi. Tenía un consultorio privado para casos como el mío,
pero también gracias a mi jefe, ocupaba el cargo de director del hospital
público. Aunque se esforzaron para sembrar la idea entre la población y que la
mayoría se lo creyera, de hospital de alta complejidad no tenía nada. Era
solamente un centro asistencial, donde las estadísticas brillaban por su
ausencia, donde se afirmaba que nuestra ciudad gozaba de una cobertura
sanitaria excelente y bajos índices de morbilidad, y donde los casos de extrema
urgencia eran derivados al hospital cabecera que funcionaba en la capital de la
provincia, que acababa registrando las muertes fuera de nuestro departamento.
¿Denuncias mediáticas? ¡A montones! Pero siempre se las apañaban para salir
bien parados. Eran unos artistas en lo suyo. Incluso ante la pregunta incisiva
y con el micrófono delante de sus jetas, rebajaban al nivel de sólo chismeríos
todo posible escándalo, como lo hicieron, y más de una vez, frente a
acusaciones de supuestas desviaciones de fondos que el gobierno provincial
enviaba para la compra de insumos. Nunca pudo probarse nada, era imposible
seguir el rastro o conocer el destino de esos dineros. Además, los insumos siempre
eran adquiridos, pero ocultaban muy bien que era merced al dinero donado por
esos vecinos siempre dispuestos a colaborar con su ciudad y su municipio.
Ya perdí la cuenta de los años
transcurridos después de su deceso, pero ese día, me alegró enterarme de que
Federico había muerto sin disfrutar de su vejez. Siempre sospeché que tenía
algo de misógino. Y nunca pude quitarme la sensación de que por un lado debía
agradecer haberlo conocido, y por otro, odiar ese momento hasta las lágrimas;
porque después de que él se encargó de quitarme el problema, situación en que
casi pierdo la vida, quedé sin chances de tener hijos en el futuro. Fue una
experiencia abrumadora, luego de la cual, ya no volví a ser la misma.
Después de ese, mi primer y único
aborto, fue cuando comencé a ver a mi jefe como a un fiolo, a un proxeneta. Mis
ojos se habían abierto, pero yo me sentí contaminada como para dar el paso
atrás y buscar otro medio de vida. Ser su secretaria me daba ciertas alas:
viajes, relaciones, seguridad en mí misma; hasta pude tener una cuenta bancaria
a mi nombre. Iba conociendo los tejes y manejes dentro del sistema, y si antes no
tuve inconvenientes en mantener mi boca cerrada, ahora me parecía más a una
tumba. Estaba cómoda. Y me justificaba diciéndome que quería saber hacia dónde
conducía todo aquello, y que en realidad el culpable de la falta de ética del
gobierno, no era mi jefe, eran los ciudadanos que permitían que éste contara
con total impunidad para hacer lo que hacía.
Si bien un flor de chanta, un
delincuente, mi jefe era un político excelente. Esa cualidad suya era
innegable. No tenía rival en el arco opositor. Podía transformarse en un ser
fabuloso a la hora de organizar campañas proselitistas, o festivales
multitudinarios, o monumentos que llenaban de orgullo a los ciudadanos. Sabía
cómo dirigirse a las personas y a las instituciones, elegir la palabra justa,
para que esas mismas personas, incluidas aquellas que lo criticaban, amaran la
ciudad que los cobijaba. Y porque el amor es ciego, pudo llenarse sus bolsillos
descaradamente, y mantenerse al frente del ejecutivo municipal por tres
períodos de gobierno.
Fueron doce años intensos, con la
atención puesta en hacer trabajar una maquinaria calibrada con la precisión de
un reloj. No hubo nada al azar. Desde la infiltración de personas de confianza
dentro de las instituciones intermedias más importantes relacionadas con la
producción, la industria y el comercio, y sobre todo, en las de promoción
social, hasta en las mismas vecinales, que funcionaban como satélites del
municipio. Nada quedaba fuera del alcance de los tentáculos del gran pulpo.
Hasta los medios de difusión eran títeres del gobierno, incluso los medios
opositores, que recibían su tajada por debajo del escritorio. Casi todo el
mundo tenía el culo sucio, y ya fuese por acción u omisión, éramos las putas
del Poder. Aunque siempre aparece alguien que se anima a sacudirte el hombro, a
poner en hora el despertador, a patear al gallo si no quiere cantarle al alba. Alguien
que es parte de ese misterioso mecanismo que se activa cada tanto, para señalar
que ha llegado el momento, y que es natural que todo círculo deba cerrarse.
La ciudad no avanzaba. La ciudad estaba
estancada. La ciudad era una especie de isla donde todos éramos náufragos. Así lo
decía al menos, un pequeño grupo de ciudadanos que esforzadamente no se
incluían en los engranajes del engaño.
Era ésta una voz tibia, una tenue
campanada de advertencia que mi jefe y su cúpula de gobierno ignoraron por
completo. Tal era su soberbia. Nunca, ni en sueños, imaginaron que sobrevendría
el meteoro, ni previeron sus consecuencias.
Las lluvias llegaron inclementes. Las
lluvias eran baldazos de agua mezclados con granizo de todos los tamaños y
fuertes vientos. En un intento de menguar los ánimos, mi jefe y sus secuaces
salieron presurosos a informar que los desagües pluviales habían funcionado
correctamente, pero que el volumen de agua caída había alcanzado
extraordinarios 500 milímetros según las mediciones realizadas. Pero el daño
estaba hecho: media ciudad había quedado inundada y el agua demoró quince días
en escurrirse. La ciudad había quedado dividida no sólo por el agua, sino
también por las posturas y opiniones adoptadas respecto de la catástrofe.
Mientras los inmuebles perdían valor por estar ubicados en “zonas inundables”,
unos decían que todo era producto del efecto invernadero, que había que
comenzar a pensarnos como víctimas de nuestra propia negligencia por contaminar
la atmósfera, que la lluvia era un castigo divino. Y espantados, organizaban
cadenas de oración para purgar los pecados. Otros, en cambio, afirmaban que el
anegamiento había sido producto de la impermeabilidad del suelo, consecuencia
de la urbanización y de las modernas técnicas de siembra aplicadas en los
campos, aunque finalmente dejaron entrever que no estaban muy convencidos de
sus teorías, ya que por si acaso y por las dudas, y también algo espantados,
optaron por sumarse a las cadenas de oración para que Dios no continuara
castigándonos.
Pero las vocecitas que habían sido
tibias, comenzaron a gritar, poniendo de relieve la falta de obras hídricas
para el escurrimiento de las aguas pluviales, y denunciaban la ineptitud y
desidia de quienes gobernaban. Fue el momento en que quedó sin efecto aquello
de “si no se ve, no tiene importancia”. Y comenzaron los rumores sobre que los
damnificados por la inundación habían comenzado a organizarse y que pronto
lloverían también, demandas de resarcimientos por las pérdidas materiales
sufridas. Y todo había ocurrido en pleno año electoral. Fue la debacle. Luego,
las urnas no perdonaron.
Pero los políticos son una raza aparte.
Creo haberlo dicho. Ellos elaboran sus propias tácticas de supervivencia y sus
vías de escape. Mi jefe y la gran mayoría de sus funcionarios, luego de la
derrota electoral, pasaron a ocupar cargos a nivel provincial. La ciudad tuvo
un nuevo y afanado gobierno surgido del arco opositor, y yo, después de
quedarme sin empleo y luego de algún tiempo, pude jubilarme. Lograr mi
jubilación no fue fácil porque mi edad no correspondía con la exigida por Ley,
pero la obtuve gracias a la mediación de uno de mis antiguos amantes. Fue un
gesto de cortesía, porque si bien los políticos se salvaguardan entre sí, yo no
era una de ellos. Era simplemente una secretaria desempleada, que además tuvo que
aguantar algún que otro comentario malintencionado de sus vecinos por la
relación laboral que había tenido. Pero no me fui de mi pueblo. ¿Hacia dónde
iría, y qué podría encontrar en otra ciudad, a esa altura de mi vida? Además,
ya había comenzado a tener problemas con mi salud. Me costaba caminar y enfocar
la mirada. Mi casa se convirtió en mi refugio. Al principio lo hacían, pero
luego, quienes se decían mis amigos, dejaron de visitarme. Y después de eso, ya
no salí más a la calle.
2-
La vieja había echado la cabeza hacia
atrás sobre el respaldo de la mecedora ganada por el sueño. Soñaba creyendo
revivir una reunión de gabinete. El tema a debatir era el problema que
ocasionaban los pájaros en la plaza principal, que en horas del atardecer, la
tornaban intransitable. La plaza era el símbolo de la ciudad, con sus árboles
añosos y sus monumentos, donde palomas, jilgueros y negruchos, competían con
gorriones y cardenales para ver cuál bandada se había alimentado mejor en el
transcurso del día.
Se había intentado casi de todo para
erradicar lo que hacía rato se sabía era ya una plaga: desde instruir a ciertos
empleados del municipio para que, rama en mano, y al grito de, ¡yuuuh!
¡yuuuuh!, intentaran espantarlas, hasta la organización periódica de alguna
fiesta en horas de la noche, esperanzados en que a la tarde siguiente las aves
no regresaran. (En su sueño la vieja incluyó la imagen de pájaros espías,
contratados para influir sobre las bandadas para confundirlas y disgregarlas.
Un vano esfuerzo, un total fracaso de golpe de Estado).
“Tenemos que encontrar una solución”,
fue la premisa del intendente, que en un rapto de furia alimentada por su
impotencia y desesperación ante las próximas elecciones, estalló con un: “voy a
promulgar un decreto y prohibir a los pájaros el usufructo de los árboles de la
plaza”. Algo que fue vitoreado por uno de sus alcahuetes más allegados: “¡Esa
sería una medida muy acertada, señor! ¡Sobre todo para demostrar la inoperancia
del Concejo para legislar al respecto!” Todas las miradas se centraron en él, y
luego en el intendente, pero la distracción fue rota por la voz del intelectual
del grupo que detrás de sus gafas replicó enseguida: “los pájaros no lo
acatarían, señor. No conocen la ley orgánica del municipio…”
“¡Denme una honda!” –exclamó el
temperamental fanático de la causa. Como ninguno hizo caso de su comentario,
volvió a insistir: “¡Pero miren que tengo buena puntería, eh!” Todos
mantuvieron su actitud. Como si no hubieran escuchado nada.
“¡Ya sé!”, intervino el asesor principal:
“Pidamos una remesa de dinero al gobierno provincial e instalemos un moderno
sistema de ultrasonido; no va a quedar ni uno, jejejeje”, festejó su propia
idea con un brillo de avaricia en los ojos.
“¿Y las mascotas de los vecinos?” –le
retrucaron. “Implementar un sistema así, nos quitaría votos” –coincidieron al
unísono.
Enseguida alguien acotó tímidamente:
“¿cuál es el depredador natural de los pajaritos?” –nadie miró en su dirección,
pero quien lo dijo se encorvó más en su asiento, ruborizado.
“¿Los gatos?” –contestó un rezagado
siguiendo la idea. “¡No bruto! ¡Esa es buena! ¡Otras aves, pero de rapiña!”
–aprobaron en conjunto y por unanimidad. Aunque enseguida se rectificaron:
“démosle de comer y nos sacarán los ojos…”
Sentado en el borde de su silla, el
secretario de planeamiento urbano (hasta ese momento sin haber podido soltar ni
una sola palabra), rojo de excitación, se paró de repente y sugirió: “pidamos a
los vecinos que elaboren un proyecto para ver qué ideas podemos adoptar como
propias. Aunque personalmente, creo que hay dos o tres maneras de aprovechar el
asentamiento de los bichos: una, contratar el asesoramiento de algún
profesional químico, para que descubra qué ingrediente mezclar al excremento
para que solidifique y con ello tapar los baches en las calles; dos, cubramos
la plaza con algún tipo de cúpula transparente, dejemos los pájaros dentro,
agreguemos algunas otras especies animales, y promocionemos el nuevo mini
zoológico con entrada a precio popular; o tres, cerquemos con vallas todo el
perímetro y pongamos dentro a los infractores de tránsito, para que después la
chusma tenga precaución al conducir, por miedo a terminar cagada de la cabeza a
los pies. ¡Y que la oposición diga después que no hacemos nada para evitar
accidentes!”.
“¡Ese es mi pollo!” –fue la exclamación
súbita del intendente con un tono de voz que no dejó entrever si denotaba
orgullo o menosprecio. Pero eso sirvió para captar la atención de los
presentes. Envarándose en su silla y asegurándose de que todos pudieran
observar su sonrisa, agregó enseguida: “Escuchen lo que vamos a hacer: reunamos
a los periodistas y comencemos a difundir que los pájaros, por ser animalitos
de Dios, y parte de un sistema democrático, tienen tanto derecho a usar la
plaza como cualquiera.
Por otro lado, y para uso exclusivo
dentro del predio, proporcionemos paraguas a los vecinos a través de stands que
ubicaremos en cada punto de acceso, y que esos paraguas lleven impresa algún
tipo de leyenda que aluda a nuestra gestión y nuestro respeto por la
naturaleza. Publicitemos que estamos a favor de los derechos del animal, porque
de ese modo, todos los ciudadanos pensarán en nosotros cuando miren a sus
mascotas. Aprovechemos el presupuesto reconducido y contratemos personal extra
para limpiar a la mañana bien temprano, para que cuando la gente se dirija a
sus trabajos o a hacer sus compras, se enorgullezcan de la plaza que tienen”.
La vieja en su sueño volvió a observar
el obsecuente brillo de admiración en los ojos de los miembros del gabinete. “Qué
boludos hijos de puta”, murmuró entre dientes. Y corrigió un poco su posición
en la mecedora para continuar durmiendo.
3-
Irina había usado su propia llave para
entrar en la casa. Sin hacer ruido se encaminó directamente a la cocina para
dejar las bolsas con las compras del mercado. Con el mismo sigilo se preparó
café y se sentó a la mesa a esperar que su tía Beatriz se durmiese. No había
maldad en su accionar. Ella amaba a esa vieja. Sólo que últimamente evitaba
mostrarse, porque de hacerlo, y al tener un interlocutor frente a ella, la
vieja tendía a darse demasiada manija y tener picos de presión. Tiempo atrás
había intentado llevarla de paseo, como lo hacían en el pasado, antes de que se
recluyera, pero su tía se negaba poniendo la excusa de sus piernas débiles. Al
principio había tratado de razonar con ella, animándole, enojándose,
suplicándole. La vieja siempre le acariciaba la mejilla, y sonriéndole, le
pedía un vaso de leche. Irina acababa yendo por él, frustrada y dándole la
razón a su madre cuando ésta afirmaba que es imposible lograr que un viejo
cambie de parecer. Luego, se sentaba junto a Beatriz, le hacía compañía, le
daba a su tía, alguien interesada en escuchar sus historias.
Irina espía a través de la puerta y ve
que la vieja se ha dormido. Se levanta de la silla pensando que en un momento
saldrá a la calle y tendrá la misma sensación de siempre, esa de verse a sí
misma como aquél sobreviviente que intenta robarle a la vida el minuto de
felicidad que justifica, minimizándolos, a los cincuenta y nueve minutos
restantes.
Está convencida hace tiempo, de que
reconocer a los farsantes no tiene nada de difícil, pero en cambio, lograr que
sus mentiras queden al descubierto y sean reconocidas como tales, siempre
dependerá de la subjetividad y grado de compromiso de quienes estén
observándolas, y que seguramente entre éstos habrá más de un idiota dejándose
subyugar por esas mentiras, defendiéndolas encarnizadamente.
Irina levanta y baja su mentón un par de
veces, reafirmando, mientras pone un vaso con leche y un par de galletas en una
bandeja que lleva y deposita, junto con un cuadernillo, en la mesita que está
al lado de la mecedora donde duerme su tía. Sabe que cuando ella despierte
valorará con ternura el gesto, al tiempo que recordará a su sobrina diciéndole que
sus historias bien valen un libro. Y que cumplió la promesa de que al menos, se
esforzaría en escribir un relato.
D.O.V.
viernes, 23 de septiembre de 2011
Naturaleza
Al mirar hacia el techo y descubrirla, me compenetré de la araña: Pendiendo de un hilo sobre el vacío, vulnerable. Fue inevitable pensarla como depredador, hasta que reparé en sus cuatro pares de ojos. La imaginé obligada a observar cuatro, o tal vez, ocho mundos iguales al mío. No impedí su descenso hasta el piso. Digamos que le perdoné la vida.
D. O. V.
Puntos de vista
Que si “podría apagar el cigarrillo, por favor”, dijo ella. Lo hice, pero no me gustó su tono: como si este “señor yo” fuese ciego, o un bicho raro tipo terrorista fumando un arma biológica. ¡Claro! Seguro me sentiré responsable de su futuro cáncer. Y mi conciencia se ampliará y comenzaré a preservar el medio ambiente. Y afirmaré que el reciclaje es impoluto. Y haré de cuenta de que esto no es una plaza. Y por supuesto, que no encenderé otro ahora que se fue.
D. O .V.
sábado, 14 de mayo de 2011
Cachorros
Las notas fluían como un latido; la música brillaba en su mente haciéndole cerrar los ojos. Cuando los abría, la vieja miraba con amargura hacia el piano, ahora cubierto por una fina capa de polvo del otro lado de la habitación. Por eso trataba de mantenerlos cerrados el mayor tiempo posible. Para ella no había existido en su vida otra cosa más que la música. Esa quizás, fuera la razón por la cual sus hijos se marcharan lejos y ya no le visitasen. “Malagradecidos. Allá ellos. Creen que la vida es fácil” -se decía a sí misma, hacía muecas. Estaba dispuesta a no dejarles nada cuando muriese. Había seguido los consejos de su abogado (un cuervo que en el pasado la había sacado de más de un apuro), y tomado la decisión de ceder post mortem su casa, iniciando una fundación que llevaría su nombre, destinándola a conservatorio. De todos modos, esperaba que esto sucediera en un futuro lejano. “La vejez es una bendición”, se repetía con frecuencia.
Ella no sentía, o tal vez no le importaba, la soledad de su mansión; adoraba convivir con sus fantasmas. Había tenido un gato, muerto de viejo no hacía mucho tiempo. Un gato enorme, gordo y perezoso, que aún echaba de menos. Hubo también un perro en la casa, que había pertenecido a sus hijos, y que ya ni recordaba. Obviamente, no lamentó su muerte, simplemente porque nunca le habían gustado los perros.
A pesar de haber sido una acérrima devota, y de seguir siéndolo, maldecía a la enfermedad de sus huesos, a sus manos torpes, incapaces ya de limpiar y dar vida al piano enmudecido. A veces se dirigía al instrumento como a otra persona, y acostumbraba hablarle como ahora estaba haciéndolo: sentada junto a la ventana, mirando de a ratos hacia el otro lado de la calle, contándole acerca de las formas que percibían sus ojos miopes. “Ahí están en la esquina, esos cachorros, haciendo alboroto, saltando y corriéndose entre ellos, como todas las tardes”, murmuraba entre dientes, con disgusto. A la vez imaginaba con un escalofrío la colonia de parásitos abriéndose paso entre la mugre que, estaba convencida, reinaba en esos cuerpos.
Y como siempre, confiando en que el piano compartía su aversión, la vieja soltaba su recurrente discurso en voz alta, envalentonada: “Son unos sacos de huesos y garrapatas. Seguramente algunos todavía tienen sus dientes de leche. Con su molesta actitud de buscar comida, o robarla si pudieran. Es fácil adivinar ese brillo en sus ojos, de pedir asilo o un refugio transitorio. No se conforman con las sobras. ¿Mendigan un alimento y eso les da derecho a creerse dueños de la calle? ¿Cómo no puede haber alguien que los corra de nuestro barrio?” –se preguntaba furiosa, mirándose con odio e impotencia las piernas, tan inútiles como sus manos.
Prejuicios y desidia saben agudizar la miopía. Ella nunca vislumbraría siquiera, el por qué de tener que demostrar quién era más duro, más taimado, más sobreviviente; sin más opción que la de seguir por ese camino, el mismo que recorrieran sus pares adultos, donde la inocencia se resigna.
La vieja nunca hubiera comprendido que del otro lado de su ventana la solidaridad no existía. Sólo la caridad. Tampoco que esos seres que repudiaba, recién nacidos ya conocían el hambre y la indiferencia, y que en el mundo existían más diablos que dioses. Que en las iglesias hacía mucho tiempo se habían agotado por completo las promesas de salvación y vida verdadera. O que sus mencionados cachorros, mal que le pesase, sólo tenían la diversión de hacer alboroto y corretearse entre ellos, esquivando helados inviernos y abrasadores veranos, cuidándose de no pisar algún vidrio roto con sus pies descalzos, conociendo la amistad del sopor al inhalar pegamento, y juntos evadirse de los márgenes de esa realidad donde sobrevivían. Dentro de un mundo sordo y sin ojos, tal vez ingenuo, en el cual eran sólo cifras… O citas… O simples palabras.
D.O.V.
miércoles, 2 de febrero de 2011
VICIOS
(…La ficción, a veces, supera a la realidad.)
Cuando el asesor estrella le dijo, “tengo un negocio redondo…”, supuso que no debería dejar pasar la oportunidad de escucharlo. Aun así, con cara de “no me vas a convencer”, dejó escapar un hummm... sostenido.
Siguiéndole el juego, el asesor hizo correr un par de segundos y replicó: “tengo un negocio redondo, de verdad”.
El diputado sabía muy bien que era cierto, era de mente brillante ese desgraciado (aunque más brillante era él mismo, por haber decidido agregarlo a su séquito de alcahuetes). De todos modos, y para darle más teatralidad (no iba a dejar que el tipito comenzara a darse humos), arrebujándose en el sillón, mirando hacia la ventana, dijo con voz apenas audible: “a ver; contame”.
Confiando en el registro de la propiedad intelectual, donde ya había iniciado el trámite, y también con un tono de confidencialidad en su voz, el asesor le susurró al oído: “Fumadores. Tabacaleras. Futuros votos”. Y sin esperar respuesta (porque hoy por ti, mañana, por mí), tiró su idea: “tengo un borrador de proyecto, sobre prohibir fumar en lugares públicos”. Se quedó ahí, en el punto, esperando percibir una nota de atención en el dinosaurio sentado frente a él. Al ver que el dinosaurio ponía cara de pasarse demasiado tiempo en exhibición en el museo, vomitó el resto: “Diremos que se debe cuidar el medio ambiente, que los derechos de unos comienzan donde terminan los de los demás, que la salud es lo primero, que si querés tener cáncer es cosa tuya pero no perjudiques a otros, que la densidad de la capa de ozono compete a todos, que el efecto invernadero es nocivo y debe frenarse. Lo que no diremos, es que si alguien opta por el vicio, será punible de pagar aumentos desmedidos en el precio de los cigarrillos. Importes éstos, que irían desgranándose progresiva y paulatinamente, entre las tabacaleras y las arcas públicas. Es decir, en nuestros bolsillos” (dijo esto último haciendo el gesto partidario), para agregar enseguida: “pero lo mejor de todo, lo más importante, será prohibir la publicidad de los fasos en todos los medios de difusión, amparados en que el tabaquismo trae cáncer, incluso aún si se es fumador pasivo. De ese modo les ahorraremos, perdón, también compartiremos parte de ese dinero, porque acabará sumándose al porcentaje que nos tocaría por evitarle a las tabacaleras las suculentas indemnizaciones que deben pagar en la actualidad, por las demandas que son ganadas por esos inocentes ciudadanos que arruinaron su salud subyugados por la propaganda”.
El dinosaurio era un fósil, pero no estúpido, captó al vuelo la idea, pero hizo que el destello de sus ojos pareciera a que le estaba picando un hueso, “y estamos a punto de ingresar en un año electoral; hay que diagramar las plataformas de campaña”, saboreó. Y como para tener supremacía sobre su perejil (que seguía con el rostro enrojecido por haber lanzado la idea de un tirón, sin las pausas necesarias para tomar aire), y demostrarle que se había quedado corto en la estrategia, agregó, moviendo la cabeza hacia un lado y otro: “lo más importante es que eso nos permitiría desviar la atención sobre las industrias de nuestros socios, que están, estamos, contra la espada y la pared, a punto de sucumbir ante las pesquisas de Control Ambiental”. Entrecerrando los ojos, se arrebujó aún más en su sillón de cuero legítimo, abrió la caja, sacó un habano, lo despuntó, y esperó a que su asesor se lo encendiera. Reía para sus adentros, porque sabía que el tipejo no fumaba. “El que quiera hacer carrera dentro de la política, que le cueste”, pensó sofocando la carcajada.
– ¿Dónde queda el campito que querías comprarte? Andá haciendo planes nomás; te lo vas ganando, –le dijo sonriente, haciéndole un guiño, a la par que pensaba a qué funcionario de medio ambiente convencer haciéndolo parte de la estrategia, y a cuántos senadores convendría asociar, tentándolos con la idea.
D.O.V.
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