sábado, 14 de mayo de 2011

Cachorros



Las notas fluían como un latido; la música brillaba en su mente haciéndole cerrar los ojos. Cuando los abría, la vieja miraba con amargura hacia el piano, ahora cubierto por una fina capa de polvo del otro lado de la habitación. Por eso trataba de mantenerlos cerrados el mayor tiempo posible. Para ella no había existido en su vida otra cosa más que la música. Esa quizás, fuera la razón por la cual sus hijos se marcharan lejos y ya no le visitasen. “Malagradecidos. Allá ellos. Creen que la vida es fácil” -se decía a sí misma, hacía muecas. Estaba dispuesta a no dejarles nada cuando muriese. Había seguido los consejos de su abogado (un cuervo que en el pasado la había sacado de más de un apuro), y tomado la decisión de ceder post mortem su casa, iniciando una fundación que llevaría su nombre, destinándola a conservatorio. De todos modos, esperaba que esto sucediera en un futuro lejano. “La vejez es una bendición”, se repetía con frecuencia.
 Ella no sentía, o tal vez no le importaba, la soledad de su mansión; adoraba convivir con sus fantasmas. Había tenido un gato, muerto de viejo no hacía mucho tiempo. Un gato enorme, gordo y perezoso, que aún echaba de menos. Hubo también un perro en la casa, que había pertenecido a sus hijos, y que ya ni recordaba. Obviamente, no lamentó su muerte, simplemente porque nunca le habían gustado los perros.
A pesar de haber sido una acérrima devota, y de seguir siéndolo, maldecía a la enfermedad de sus huesos, a sus manos torpes, incapaces ya de limpiar y dar vida al piano enmudecido. A veces se dirigía al instrumento como a otra persona, y acostumbraba hablarle como ahora estaba haciéndolo: sentada junto a la ventana, mirando de a ratos hacia el otro lado de la calle, contándole acerca de las formas que percibían sus ojos miopes. “Ahí están en la esquina, esos cachorros, haciendo alboroto, saltando y corriéndose entre ellos, como todas las tardes”, murmuraba entre dientes, con disgusto. A la vez imaginaba con un escalofrío la colonia de parásitos abriéndose paso entre la mugre que, estaba convencida, reinaba en esos cuerpos.
Y como siempre, confiando en que el piano compartía su aversión, la vieja soltaba su recurrente discurso en voz alta, envalentonada: “Son unos sacos de huesos y garrapatas. Seguramente algunos todavía tienen sus dientes de leche. Con su molesta actitud de buscar comida, o robarla si pudieran. Es fácil adivinar ese brillo en sus ojos, de pedir asilo o un refugio transitorio. No se conforman con las sobras. ¿Mendigan un alimento y eso les da derecho a creerse dueños de la calle? ¿Cómo no puede haber alguien que los corra de nuestro barrio?” –se preguntaba furiosa, mirándose con odio e impotencia las piernas, tan inútiles como sus manos.
Prejuicios y desidia saben agudizar la miopía. Ella nunca vislumbraría siquiera, el por qué de tener que demostrar quién era más duro, más taimado, más sobreviviente; sin más opción que la de seguir por ese camino, el mismo que recorrieran sus pares adultos, donde la inocencia se resigna.
La vieja nunca hubiera comprendido que del otro lado de su ventana la solidaridad no existía. Sólo la caridad. Tampoco que esos seres que repudiaba, recién nacidos ya conocían el hambre y la indiferencia, y que en el mundo existían más diablos que dioses. Que en las iglesias hacía mucho tiempo se habían agotado por completo las promesas de salvación y vida verdadera. O que sus mencionados cachorros, mal que le pesase, sólo tenían la diversión de hacer alboroto y corretearse entre ellos, esquivando helados inviernos y abrasadores veranos, cuidándose de no pisar algún vidrio roto con sus pies descalzos, conociendo la amistad del sopor al inhalar pegamento, y juntos evadirse de los márgenes de esa realidad donde sobrevivían. Dentro de un mundo sordo y sin ojos, tal vez ingenuo, en el cual eran sólo cifras… O citas… O simples palabras.

D.O.V.

No hay comentarios:

Publicar un comentario