viernes, 21 de enero de 2011

Fósil errante


Tenía mucha razón Saint Exupery cuando decía que lo esencial es invisible a los ojos.
Podemos comprender entonces por qué el hecho en particular no asombre, no alarme, ni siquiera aventure una opinión entre aquellos pobladores adormilados por el calor prematuro que trae la primavera.
Semienterrado, el espécimen de unos cuarenta años de antigüedad, había visto pasar el invierno (en realidad fueron muchos), pero este último, quizá por la latitud, le había parecido más desencantado, menos ingenuo que los anteriores.
Sabía que no era el único en su tipo, y muy interiormente, había tenido la certeza de que tampoco sería el último. Por eso había aceptado las pautas de su destino y también que su situación, como las de muchos, se tornase natural por lo cotidiana.
Las noticias son como los sueños: angustia o risa, esperanza o resignación, fatalidad que indigna o resulta indiferente. Emociones, que en la mayoría de los casos quedan olvidadas cuando los ojos se abren para descubrir que nuestro mundo, ese entorno donde nos desenvolvemos, sigue siendo igual, que gracias a Dios, no ha sido modificado.
Sólo algunos sueños se transforman en realidad. Cuando esto ocurre, la mayoría abre desesperadamente los ojos, mientras que sólo una minoría se halla dispuesta a enfrentar la verdad, predisponiendo su valor y su memoria, su esfuerzo y su integridad, e intenta hallar los canales necesarios para desahogar o movilizar una situación que está pasando inadvertida para aquella mayoría, desatenta en el mejor de los casos, y en el peor, desentendida.
El fósil no se resigna a ser fósil. Los indicios marcan su origen en una ciudad que integraba, antes de los glaciares, lo que antaño fuera un cordón industrial de relevancia, cuna de millares de hogares donde se pensaba que la incertidumbre era sólo una cualidad del futuro.
Por aquella época el espécimen brillaba en su juventud, y su juventud era la llave que, sin saberlo, iría abriendo las puertas para acceder a ese futuro de incertidumbre.
La juventud siempre es abundancia. Por eso es imposible darse cuenta que se va agotando hasta que sólo quedan unas pocas gotas que comienzan a evaporarse irremediablemente.
El fósil se dio cuenta de que no podría torcer o luchar contra esa nueva era, en la que comenzaba a escasear el alimento, la seguridad, las esperanzas; y dentro de su juventud que iba extinguiéndose, se extinguía también la confianza en los líderes de la manada, incapaces de adaptar ideas y generar soluciones para evitar el final que se iba vislumbrando.
Así que decidió emigrar de esas tierras, para eludir su destino de petróleo. Olfateó el aire buscando el vestigio, una señal que lo llevara a tierras más propicias para continuar con su vida.
Es increíble hasta dónde puede llegar el frío cuando la esperanza comienza a descarnarse y el entusiasmo es forzado a replegarse porque no hay lugar para la veteranía.
El veterano es ocaso; preparación y experiencia, e incluso la honestidad, penumbra y vicios. El ocaso es una noticia que afecta, que apresura a cerrar los ojos y pretender que se está durmiendo. Nadie alzará la voz. Nadie dirá que existe un fósil. Errante fósil que permanecerá semienterrado e ignorado a pesar que a plena luz del día estén asomando y resplandezcan sus huesos.

Daniel O. Vangioni

SOLO DE ENTRECASA



“Leer un poema frente a la ventana,
es leérselo a Dios”.
            A.L.V. (3-12-98)

Lidiar con mis recuerdos
me vuelve vulnerable
deberé aprender
a ser más imparcial y menos duro
el reproche es pésimo final
para esos juegos
porque lo hecho
hecho está
y debe tomarse como un cuento

me refiero a transformar el tedio
a conciliar la espera
hasta que viene el sueño

es común
aunque no siempre
tratar de apagar la almohada
confundirla con la tele
y que en los últimos tiempos
cene liviano
una antigua picardía
para evitar pesadillas

el recuerdo y la memoria
lanzan el conjuro
pulsan la tecla
y el pedazo de revoque
salta de la pared
primero es una fotografía
después son muchas
es decir
una caricia
que termina raspando hasta doler

es oportuno aclarar
lo del revoque es verdad
como con aquellas cosas del hogar
-el hágalo usted mismo-
junté coraje
algunos utensilios
y vestido de albañil
puse manos a la obra

es cierto
que cada casa es un mundo
y que a lo hecho    pecho
y también que a pesar del oficio
lo extremadamente fácil
a veces se complica

así y todo resultó el emplasto
no quedó tan mal después de la pintura
renovación y cambio
-dije-
por las dudas
terminé colgándole un buen cuadro

de mis ocasionales visitantes
no cualquiera nota o lo sabe
convengamos que está bien
que sólo de entrecasa
deben quedarse ciertos hechos

lo malo del cuento y del arreglo
es que lo sé y lo sabe mi memoria
y por más que el esfuerzo sea compartido
no podemos ignorarlo
debajo del enduido y la pintura
detrás del cuadro
                                    espía
                                                asoma
un sutil parche insolente
que no entiende que a veces
a pesar de las ganas o el oficio
las recetas no sirven en la práctica.

Daniel O. Vangioni

miércoles, 19 de enero de 2011

2011

Ahora, porque nuevamente me señalan, deberé fingir que despierto a un nuevo idioma; y que tendré que ser cómplice de ideas y proyectos que acabarán endilgándome como propios, personificándome. Ideas variadas, de esas que saben anidar en el hielo intransigente de los polos, o de las que terminan derritiéndose por su propia calentura, y también de las que se asilan o gestan en hospicios. Y tendré que soportarlas, viendo cómo se llevan a la práctica. No puede ser de otro modo. Es la costumbre. Pero estoy harto de los redescubrimientos: no es grato verme nuevamente con la cara chamuscada por la pirotecnia, entre vítores de sirenas y bocinazos; y también de imprecaciones. Todos despidiendo al harapiento, contando los segundos para renovar sus votos. Y luego recibirme como si fuera nuevo, como si fuera recién nacido, cuando en realidad, yo soy viejo. Y como todo viejo, estoy curtido por aquellos que me quieren arrostrar la obligación y facultad para cambiarlos. Como si yo fuera un mago. Como si mi barita mágica fuese capaz de penetrar la idea iluminada y expuesta, para procrear alguna especie de algo nuevo. Asumo que el ser humano sigue creyendo en la utopía de que vendrá algún mago a cambiar la realidad que construyeron y que no pueden derribar por ellos mismos.
Pero soy viejo. Con otra velita que, incontrolable, va sumándose a las otras en mi haber. Y sé que poco antes de que cumpla un nuevo año, todavía escucharé a algunos proponer convencidos que la esperanza está aún por descubrirse. Y sé, avalado por mi edad, que ningún ente puede crear u ofrecer infinitas caras; sólo atina a improvisar, hurgando en su arcón para rescatar alguna que otra máscara usada y olvidada por el tiempo, que resulte desconocida para las generaciones jóvenes, que siempre buscan algo original y protagónico. Mientras tanto, las generaciones viejas, a las que conozco muy bien, ni siquiera alzarán los rostros para observar una mueca conocida. Harán un gesto con los hombros y seguirán indiferentes cargando con lo suyo, porque lo suyo es una vida que agotó sus fuerzas tratando de provocar un cambio que en la práctica, terminó resultando más de lo mismo.
Si tuviera que encasillar lo que pretenden hacer conmigo al olvidarse de los años que tengo, nada más cercano a la violencia infantil he conocido. Me tratan como a un bebé que inocente, ignora que deberá afrontar la pedrada cuando nuevamente lo vean como a un viejo inútil, y apresurados lo despidan porque no colmó sus expectativas. Creen incluso, que llegarán a inmutar mi rostro, recurriendo al uso de poderosos fuegos artificiales y de homilías (también artificiales), sin duda pretendiendo ser igual de poderosas. No se dan cuenta. Soy el mismo viejo de siempre, sin edad definida, que conoce y se ríe de la medida del hombre. Lo que llaman progreso, nunca será nieto mío. Lo que llaman verdad, nunca saldrá de mi boca. Lo que llaman amor, seguramente no tendrá mi perseverancia. Por eso sigo fingiendo que llego para ser mejor, como una hoja en blanco. Y siempre me marcho con enmiendas y raspaduras, con acotaciones al margen, con infinitas preguntas y ninguna respuesta de reacción humana que rescate al ser humano de sí mismo.
Y en lugar de ver esa realidad, ellos siguen con sus conjuros de artificios, de palabras que no tienen sustento. Pidiéndome año a año que me vaya por favor; pero que regrese, y renueve la esperanza. Si me fuera permitido, en lugar de esperanza, les traería lentes para que puedan ver que el ser humano no es aquél que tropieza con la misma piedra.
Yo sé muy bien, simplemente porque lo sé, que es el propio ser humano quien tira la piedra; y siempre, confundido y a tientas, acaba tropezándose con ella.

Daniel O. Vangioni
Esperanza, 1 de enero de 2011

lunes, 17 de enero de 2011

¡Quién ilumine a la luna..!




¡Quién ilumine a la luna
y no la deje
que parezca a un ojo entrecerrándose;
ganado por la sombra;
vencido por el peso;
agotándose como el suero
allí en tu brazo!

Voy a ponerme lentes
que me impidan ver
tus palabras esfumándose.
Casas que marchitan su luz
a espaldas de la ciudad en madrugada.

Quiero tener sed todavía
y beber de tu vino
por más tiempo.
Y también de tus licores
de entrecasa,
de aroma indefinido,
(de cabeza hueca).

Quiero ser el carcelero
para que no escapes
detrás del vuelo de una nube
como verdugo de sol,
algodón de muerte,
bostezo de la tierra helada.

Nadie conoce la verdad.
Pecan de placebos.
Nadie quiere saber
de su destino.
Y por el tuyo,
que se agota y se derrama,
no quiero darte lágrimas
cayendo en ondas
de años transcurridos.

No quiero tu pasado todavía.
No quiero recordarte como eras.
No quiero la tierra abonada con tu cuerpo,
puntal de hojas,
que serán dispersadas por el viento.

Quiero que dependa de vos.
Y sigas creciendo
corazón, alma, sentimientos.
Crezcas como la hierba
que se poda y reverdece
con el claro signo de aferrarse.
Que ignores la resignación.
Que te olvides del cielo.
Que no vueles.
(Que busques tu asidero entre nosotros
sea tierra, arena o piedra para quedarte).

Y luego riega tu desgana.
Olvida a los médicos,
ciegos a su juramento
de Hipócrates a hipócritas,
de esclavos de riquezas,
consortes de laboratorios
que usan a la Ciencia
para traficar sus ansias de dinero.

Piensa en la vida
con todos sus bemoles.
Has un balance de madre
y de futuro.
Madre que sueña con sus nietos;
madre porvenir
recibiendo título de abuela.

Piénsalos, aférrate;
ellos te buscan del otro lado de los sueños.
Detrás de la bruma de tus órganos.
Detrás del cáncer en tu cuerpo.


(dov) - Esperanza, 18 de julio de 2009

Permitidme contener mi aliento



“…me durmieron con un cuento,
y me he despertado con un sueño…”
León Felipe

Permitidme contener mi aliento,
tan sólo por un instante.
Aunque sepamos que el aire
fluye inocente y puede ser compartido.
Quiero retenerlo,
y lo quiero mío;
porque en la tierra donde estoy,
se lo cree privilegio de unos pocos.
Quiero retenerlo
porque,
entre aspiración y exhalación
puede surgir el suspiro
mirando al cielo,
que también a veces
es la mesa del sector privado.

¿Acaso el aire nos hace iguales
para que el cielo brille de distinto modo?

En este tiempo,
-y porque el tiempo es frágil-,
quizá en el fondo nos parezcamos
cuando respiramos lo mismo,
o hablamos de lo mismo.
Acunando amores
o anidando odios,
insistiendo, reclamando,
o suspirando levemente
como ahora estoy haciéndolo,
lanzando al aire una apuesta por el género,
un rezo a un dios
antiguo y transparente,
para que finalmente no se rasgue
ese tejido llamado hombre.

Digo que no somos solamente algodón o lycra,
átomo o bacteria,
madera o fibras de carbono.

Somos sólo aire:
inocentes etéreos,
utópicos, creadores,
barrenadores del alma.
Pecadores de los buenos;
de aquellos,
que no pueden callarse;
y hablan,
lanzando a la costa
sus ideas y sueños
como la marea alta.

Navegantes ilusos,
pisando la tierra con cuidado
adonde la ilusión,
asalariada,
es un ave posándose con recelo
en el lugar elegido para hacerlo.

Los navegantes saben,
presienten
que allá en el horizonte
el mundo no duerme.
Y mientras vos y yo,
en este lado del sol
dormimos descansamos,
existen otros ojos;
es decir,
otras miradas
y otro lenguaje
completamente distinto.

Duele esa brisa con anhelos de borrasca.
Porque aquí,
país que bosteza
en un mundo perplejo
y de ojos abiertos,
donde supuestamente
bregamos por lo mismo,
y se dejan de lado
o sobreentendidos los supuestos,
yo me parezco al ave recelo,
no dejo que me acune la esperanza
servil,
obsecuente,
estéril,
comunitaria.

(Es fácil convenir
que el género,
de tanto y tanto tironearlo
finalmente se rompe).

El mundo, lo sé como cualquiera,
no duerme.
Tampoco la avaricia
de sus hombres desvelados
pioneros del encanto,
esbirros de los malditos timbres,
y de los despertadores,
que desconocen e ignoran
de qué tratan los sueños.

Sin esperar al sol
yazgo en mi tierra
acompañado.
Ser entre los seres,
solitario.

Sé que otros conspiran,
del otro lado de nuestra sombra,
contra mis brazos y los tuyos.
Se ríen de nuestro diccionario y sus palabras.
Somos soñadores,
se dicen.
Ellos llaman a los sueños
proyecciones;
y actúan en consecuencia
entre cálculos medidos,
y resignando daños colaterales.

Una gris diferencia,
tal como observar la realidad,
sin ser realista,
sin comprometerse con ella.

Y desde su encumbrada postura
Porque en el norte está la flama,
encienden la candela,
y velan por nuestro ajeno porvenir.
Porque ellos inventaron el carné y son el mundo,
que no descansa.
Ni duerme.


Daniel O. Vangioni

HOLOCAUSTO

Porque el mundo va cambiando pero los humanos nos disfrazamos siempre de lo mismo, no me sorprendió encontrarme con una navidad como la que pasé.
Y es que cuando las personas tienden a reunirse, son muchas las situaciones que suelen darse. A modo de ejemplo, puede suceder desde aquél tío que llega a casa y toca el timbre con el dedo (señal de que venía con las manos vacías, ni una miserable botella de vino, el hideputa) hasta el pariente chupacirios que previo paso por la iglesia, traspone el umbral con un ademán de beatitud exagerada, y va directo hasta donde descubrió que estaba el pesebre y controla y ajusta la disposición de los muñequitos acariciando la cerámica y retira con disimulo al que corresponde al niñito dios, simplemente porque para él, el niño no nace hasta las doce de la noche.
Después de los saludos de rigor, los dos exponentes, tanto del mundo clerical como del círculo amarrete, amigablemente se ponen a debatir dando un paseo rápido por temas de religión, política y sociedad de consumo, hasta que comienzan a mostrar signos evidentes de exaltación y se dirigen al patio cada cual por su lado; uno que no aguantó el comentario hereje de que, fiel a su línea histórica, la iglesia católica sigue absorbiendo y haciendo propias las costumbres paganas; y el otro, porque no pudo rebatir la afirmación de que los políticos prometen soluciones con proyectos a bajo precio y en cómodas cuotas, sabedores de que todo está podrido por el consumismo.
Uno que conoce el paño, sabe que menos mal no llegaron a hablar de los curas pedófilos, ni  tampoco de la reacción del pequeño burgués ante los embates de la economía.
En síntesis, después puede escuchárselos andar por el fondo de casa: dos voces distintas y claramente identificables gritando casi a dúo: “¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos!”, e “Hipócritas. ¡Hipócritas!”, mientras también puede observárselos haciéndose los pavos a dúo, mirando de reojo la parrilla al igual que los demás invitados, todos atraídos por el olorcito que ronda en el ambiente. Mientras tanto, más de una esposa (siempre hay una chismosa y con lengua rápida, y si son dos, mucho peor) comienza a opinar que por qué no se había optado por comida fría; y aunque ninguna lo hizo (vale acotar), bien se podrían haber jugado, preparado y traído unos sandwichitos como para acompañar el vermut.
Por su parte, los pendejos, progenie de los mencionados, mientras unos tiran cohetes, los otros intentan ponerle trampas a papá noel para, en el momento oportuno, captar la primicia y poder subirla a you tube. En tanto, el abuelo, quiere convencerles de que en su época lo importante era disfrutar de las visitas de los parientes y ocasionalmente recibir algún tipo de regalo; mientras se esfuerza por atraer su atención para contarles de cuando papá noel todavía no existía, y en donde el niñito dios ni siquiera imaginaba que algún día debería compartir el cartel con un viejo gordo, bonachón y barbudo, adorador de pinos multicolores.
Pero bueno, así son los parientes, mientras unos buscaban alguna bebida con alcohol para entonarse y cantar los villancicos, otros hurgaban qué picar, con ojos de que la comida planeada sería poca y que podrían quedarse con hambre hasta que, previo al brindis, se sirvieran las golosinas. Y seguramente acabaron resignándose a esos dos o tres kilos de más en la balanza; saldo de los festejos por un nuevo nacimiento.
Y esto del nacimiento me ha hecho pensar mientras me escaldaba el pecho (bah, en realidad, la panza, porque por cuestiones de edad, el pecho se me ha ido extinguiendo), haciendo el asadito para la parentela.
Estoy seguro que no fue el calor de las brasas (porque el tema del asado ya venía masticado con tiempo), lo que puso a mi mente a trabajar, a concentrarse dentro del barullo en mi casa. Fue un intento de meditación acerca de la fecha que estaba corriendo.
No sé si alguno  de ustedes se puso a mirar detenidamente (en ocasiones de estar ocupados en la parrilla) el modo en que bailan las llamas, ya sea entre los carbones o los leños. Es una especie de trance donde el asador (o también algún pariente que se arrima, se acerca, no para ayudar a hacer el asado, sino porque siente lo mismo respecto de las llamas, aunque lo hará un poco alejado de la parrilla para que no le joda el calor), trae a su memoria aquello que fue, que pudo haber sido, y también lo que nunca le será concedido en esta vida.
Aunque a veces, lo que esta vida nos concede, no es lo puede esperarse: perdón por la imagen que seguramente les vendrá, pero me vino a la memoria el momento del brindis al recibir la navidad, cuando todo el mundo reunido alrededor de la mesa se desea lo mejor y se besa. Yo estaba por darle el beso a mi suegra y el reverendo hijo de mil putas (así, con todas las palabras) del vecino, tiró una bomba de estruendo que hizo sobresaltar al vejestorio, y su beso de la paz, acabó en un terrible chupón en mi boca que hasta hoy vengo lavándomela cinco veces al día y con dentífrico recomendado por odontólogo.
Pero como dice la canción, “…el olvido sólo se llevó la mitad…”. Así que ahora al recordarlo, veo solamente la cara de asombro de la vieja al sentir mis labios en los suyos, y esto hace que me olvide (y me ría) de la sopapa que puntualmente sentí en mi jeta y me la dejó certeramente enrojecida.
También sonrío (aunque a mi amigo el malestar no se lo saca nadie), al recordar a quien una vez me dijo: la navidad deberías pasarla con quien más te quiere. Así fue a parar, sumándose a la mesa, y por estar lejos de los suyos, el mejor de mis amigos que tuvo que aguantarse todas las caras de mis parientes que lo miraban de a ratos y de reojo, como acusándole y diciéndole: ¡ah…! ¡Pobre…! ¡Vos sos el colado!
Eso ocurrió mucho después de estar observando las llamas y estar escuchando el chirriar de la carne sobre la parrilla. Pasa que el olor del cordero cocinándose llena la nariz, merced a su grasa que gotea sobre las brasas. Hasta el modo en que se eleva el humo parece distinto, como rodeado de misterio.
Yo soy católico por bautismo (y porque me obligaron: es imposible rehusarse a ello al estar atrapado en dos vueltas de manta y cuando nadie entiende o hace caso de tus berridos). Ese fue mi primer contacto con la iglesia y estoy seguro de haber escuchado a varios decirme que dios me invitaba a que regresara con frecuencia para tomar el té. Y estoy más seguro todavía de haber contestado que yo solamente tomaría mates, siempre y cuando él se asegurara de que habría yerba. En fin, nunca creí que dentro de las preferencias de dios, existiera la de pasar encerrado durante todo el día en un edificio; por eso creo verlo rondando por ahí afuera, esperando que alguno lo invite con mate y bizcochos o alguna bebida espirituosa.
Nunca fui un fiel practicante, pero vale la aclaración, he leído y leo a menudo la biblia; y me he dado cuenta (por charlas ocasionales que he sabido mantener) de que muchos acólitos no acostumbran a hacerlo. Y quizá esa fuera la razón que me llevó a poner un cordero en la parrilla para esta navidad. Una manera actualizada, y en un arranque místico, de presentar un holocausto.
Es agradable saber que uno está asando una pieza que simbolizaría a las coincidencias y divergencias, pero que por sobre todo estaría buscando la comunión entre el cielo y la tierra. Aquí abajo, estrechando los lazos de sangre y de amistad, deseando el bien común. Allá arriba, alguien que estaría viendo que aquí busca honrárselo, a pesar de lo difícil de la empresa.
Por eso, cómo no vas a sonreír, cuando al día siguiente te cruzás con algún conocido por la calle y te pregunta que cómo la pasaste. ¿Acaso la respuesta no es simple y surge espontánea?: “¡Bien…! ¡Bárbaro…! ¡En familia!”.

Daniel O. Vangioni

Es imposible reclamar el sol
en esta hora
mientras la noche
se apasiona con sus lápices
y dibuja en la pared
la memoria del día.
La noche promueve esa constancia,
esa pretensión de tomar el pulso
para saber si la vida continúa;
y entonces clasificar hechos,
sumar gestos y restar palabras
con ese vaivén,
plausible por lo ingenuo,
porque uno se pregunta
                        y repregunta
para qué diablos sirve ese balance.
La noche tiene
ese atisbo de ingenio
(cuando de recuperar el sol se trata)
de proponer ciertas recetas
que no sirven de mucho,
es cierto,
pero mal que mal son un pasatiempo.
Por ejemplo levantarse tarde
y hacer de cuenta que es temprano,
procurarse un patio para mirar las nubes
alentando su empeño por regar la tierra
                                   y ver después qué pasa;
descalzarse para sentir el pasto,
acompañar algún pájaro en su vuelo,
espiar a los plantines cómo crecen,
desperezarse así y prepararse el mate
cuando la ansiedad recuerda el reglamento
que se olvida enseguida
al buscar la reposera
para alejarse de las normas
restricciones, tradiciones y costumbres,
horarios, supersticiones e impuestos
y alquileres y otros intersticios
donde existe el riesgo de caerse dormido.
Dicho de otro modo,
procurarse un día de ocio
para que el balance nocturno,
que no pierde su constancia,
se remita a sueños y canciones
y espacios en blanco de protesta;
y reírse
transgrediendo barreras de seguridad,
pegar el salto
para desplegar al mundo en abanico
o convertirlo en girasol o margarita
y sin necesidad de subterfugios
elegir el pétalo que nos pertenece.

Daniel Osvaldo Vangioni

Busco amparo en mi verso

Busco amparo en mi verso;
El verso libre.
Busco el desahogo
a esta simple tristeza
de sabernos condenados,
bañada de soles y lunas,
y de llantos.
Es mi verso una carga que soporto,
un refugio a la intemperie e inclemencias.
A riesgo de perder el juicio o el camino,
voy como van por el mundo esos caracoles:
con mi casa a cuestas.

Cubren el terreno telarañas de babas,
rumbos sinuosos.
El gran misterio de la vida
vibra en el interior de mi frágil verso:
la eterna pregunta,
por qué y hacia adónde.

Con el albedrío a flor de labios
vamos palpando caminos
arrastrando despojos,
adormecidos,
condicionados.
Aguantando con resignación el golpe o la caída;
procurando la constancia
o la debida paciencia,
y reparar entonces
la grieta en nuestra coraza.

Gritos. Grito ahogado en mi verso:
¡Qué difícil transitar la tierra
a la que me aferro!

Vamos siguiendo rastros con el mismo miedo.
Un miedo viejo y deslumbrante.

Hemos vivido
y hemos muerto temerosos:
lo dicen los vestigios.
Aplicando el oído en nuestras casas
pueden escucharse
los quejidos de un mar intemporal
golpe a golpe denunciando ultrajes y saqueos,
y llanto a llanto
a las víctimas de nobles atropellos
(porque el fin
al cabo, siempre justifica los medios).

Hemos vivido
y vivimos, ajenos a nuestra fragilidad.
Lo dicen despojos,
miedo tras miedo igual que caracoles;
detrás de los miedos
y los ruegos
para que el golpe no nos mate.

Ingenuidad de agazaparnos
y soportar el peso de la carga,
con la esperanza puesta en el milagro.

Buscamos, trepamos
con nuestro escudo a cuestas:
tronco,
rama,
hoja,
en esa altura es una vislumbre el cielo.
(El gran misterio de la vida
vibrando interrogante,
por qué y hacia adónde).

Siempre el mismo dilema,
bajar o caer.
El azar del caer.
Así construimos nuestra historia de miedos.
Sujetos a la tierra.
Tejiendo telarañas.
Vulnerables.


Daniel Osvaldo Vangioni

NATURALMENTE HUMANO



“…vuelvo a mirar el muro piedra a piedra
y llego a la vislumbre decisiva…”
Mario Benedetti

Después de varios días de animarme a mí mismo, repitiéndome en voz baja que la constancia y el esfuerzo predicen el logro, hoy terminé de construir un muro. Salí de mi trance luego de pegar el último ladrillo y darme cuenta de que mi patio había cambiado. Me bajé del andamio para observar todo en su conjunto: El muro se erguía dominante. Me dije que cada rectángulo bien podría compararse con letras o números, cifras o palabras entremezclados con argamasa. Se veía bien, a pesar de haberlo construido yo solo. Después de todo soy un hombre; ¿y no es el hombre, acaso, el que acostumbra a construirse muros? (Ahora que lo pienso un poco más, si hubiesen sido letras o números, podría compararlo con un libro; pero esa idea me disgustó, porque ya existen demasiados muros hechos con libros y palabras, con demasiada gente que ha colaborado en erigirlos, y, prestamente dispuesta, a restaurar las eventuales grietas que se producen en ellos). Pero éste, que construí de la manera tradicional y sin ayuda, supuse que sería inofensivo, porque simplemente, es de ladrillos. Su altura es relativa, y siempre dependerá de la perspectiva de quien lo observe para poder determinarla. Pero, maldita sea, sé que acabará cumpliendo con la finalidad de todo muro: ocultarnos de nuestras respectivas miradas, trazando un límite que separe el afuera y el dentro, y para que yo no pueda ver cómo caminas por la calle, sólo imaginarlo. Del trance de albañil salí por un sabor raro que me corrió en la boca, un dejo de amargura que me puso triste. No pude evitar mirar hacia arriba, y estaba el cielo, y abajo estaba el piso, y frente a mí, una barrera de ladrillos que no me dejaba ver más allá de mi propio patio. Las nuestras pasaron a ser dos realidades divididas, marginadas, de pasos y respiración apenas perceptibles. Dos realidades sin rostro mirando hacia lo alto, buscando parecidos en las siluetas de las nubes, soñando con la libertad del pájaro en su vuelo. Supe que sería inevitable, que llegaría el momento en que comenzaríamos a restarle importancia al suelo que compartimos y al muro levantado entre nosotros. Me miré las manos, y sólo pude decirme que no escapo a las costumbres humanas. Hoy levanté un muro. Uno más entre los tantos que se yerguen, y día a día siguen construyéndose en el mundo.


Daniel Osvaldo Vangioni
(Diciembre de 2010)