lunes, 17 de enero de 2011

HOLOCAUSTO

Porque el mundo va cambiando pero los humanos nos disfrazamos siempre de lo mismo, no me sorprendió encontrarme con una navidad como la que pasé.
Y es que cuando las personas tienden a reunirse, son muchas las situaciones que suelen darse. A modo de ejemplo, puede suceder desde aquél tío que llega a casa y toca el timbre con el dedo (señal de que venía con las manos vacías, ni una miserable botella de vino, el hideputa) hasta el pariente chupacirios que previo paso por la iglesia, traspone el umbral con un ademán de beatitud exagerada, y va directo hasta donde descubrió que estaba el pesebre y controla y ajusta la disposición de los muñequitos acariciando la cerámica y retira con disimulo al que corresponde al niñito dios, simplemente porque para él, el niño no nace hasta las doce de la noche.
Después de los saludos de rigor, los dos exponentes, tanto del mundo clerical como del círculo amarrete, amigablemente se ponen a debatir dando un paseo rápido por temas de religión, política y sociedad de consumo, hasta que comienzan a mostrar signos evidentes de exaltación y se dirigen al patio cada cual por su lado; uno que no aguantó el comentario hereje de que, fiel a su línea histórica, la iglesia católica sigue absorbiendo y haciendo propias las costumbres paganas; y el otro, porque no pudo rebatir la afirmación de que los políticos prometen soluciones con proyectos a bajo precio y en cómodas cuotas, sabedores de que todo está podrido por el consumismo.
Uno que conoce el paño, sabe que menos mal no llegaron a hablar de los curas pedófilos, ni  tampoco de la reacción del pequeño burgués ante los embates de la economía.
En síntesis, después puede escuchárselos andar por el fondo de casa: dos voces distintas y claramente identificables gritando casi a dúo: “¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos!”, e “Hipócritas. ¡Hipócritas!”, mientras también puede observárselos haciéndose los pavos a dúo, mirando de reojo la parrilla al igual que los demás invitados, todos atraídos por el olorcito que ronda en el ambiente. Mientras tanto, más de una esposa (siempre hay una chismosa y con lengua rápida, y si son dos, mucho peor) comienza a opinar que por qué no se había optado por comida fría; y aunque ninguna lo hizo (vale acotar), bien se podrían haber jugado, preparado y traído unos sandwichitos como para acompañar el vermut.
Por su parte, los pendejos, progenie de los mencionados, mientras unos tiran cohetes, los otros intentan ponerle trampas a papá noel para, en el momento oportuno, captar la primicia y poder subirla a you tube. En tanto, el abuelo, quiere convencerles de que en su época lo importante era disfrutar de las visitas de los parientes y ocasionalmente recibir algún tipo de regalo; mientras se esfuerza por atraer su atención para contarles de cuando papá noel todavía no existía, y en donde el niñito dios ni siquiera imaginaba que algún día debería compartir el cartel con un viejo gordo, bonachón y barbudo, adorador de pinos multicolores.
Pero bueno, así son los parientes, mientras unos buscaban alguna bebida con alcohol para entonarse y cantar los villancicos, otros hurgaban qué picar, con ojos de que la comida planeada sería poca y que podrían quedarse con hambre hasta que, previo al brindis, se sirvieran las golosinas. Y seguramente acabaron resignándose a esos dos o tres kilos de más en la balanza; saldo de los festejos por un nuevo nacimiento.
Y esto del nacimiento me ha hecho pensar mientras me escaldaba el pecho (bah, en realidad, la panza, porque por cuestiones de edad, el pecho se me ha ido extinguiendo), haciendo el asadito para la parentela.
Estoy seguro que no fue el calor de las brasas (porque el tema del asado ya venía masticado con tiempo), lo que puso a mi mente a trabajar, a concentrarse dentro del barullo en mi casa. Fue un intento de meditación acerca de la fecha que estaba corriendo.
No sé si alguno  de ustedes se puso a mirar detenidamente (en ocasiones de estar ocupados en la parrilla) el modo en que bailan las llamas, ya sea entre los carbones o los leños. Es una especie de trance donde el asador (o también algún pariente que se arrima, se acerca, no para ayudar a hacer el asado, sino porque siente lo mismo respecto de las llamas, aunque lo hará un poco alejado de la parrilla para que no le joda el calor), trae a su memoria aquello que fue, que pudo haber sido, y también lo que nunca le será concedido en esta vida.
Aunque a veces, lo que esta vida nos concede, no es lo puede esperarse: perdón por la imagen que seguramente les vendrá, pero me vino a la memoria el momento del brindis al recibir la navidad, cuando todo el mundo reunido alrededor de la mesa se desea lo mejor y se besa. Yo estaba por darle el beso a mi suegra y el reverendo hijo de mil putas (así, con todas las palabras) del vecino, tiró una bomba de estruendo que hizo sobresaltar al vejestorio, y su beso de la paz, acabó en un terrible chupón en mi boca que hasta hoy vengo lavándomela cinco veces al día y con dentífrico recomendado por odontólogo.
Pero como dice la canción, “…el olvido sólo se llevó la mitad…”. Así que ahora al recordarlo, veo solamente la cara de asombro de la vieja al sentir mis labios en los suyos, y esto hace que me olvide (y me ría) de la sopapa que puntualmente sentí en mi jeta y me la dejó certeramente enrojecida.
También sonrío (aunque a mi amigo el malestar no se lo saca nadie), al recordar a quien una vez me dijo: la navidad deberías pasarla con quien más te quiere. Así fue a parar, sumándose a la mesa, y por estar lejos de los suyos, el mejor de mis amigos que tuvo que aguantarse todas las caras de mis parientes que lo miraban de a ratos y de reojo, como acusándole y diciéndole: ¡ah…! ¡Pobre…! ¡Vos sos el colado!
Eso ocurrió mucho después de estar observando las llamas y estar escuchando el chirriar de la carne sobre la parrilla. Pasa que el olor del cordero cocinándose llena la nariz, merced a su grasa que gotea sobre las brasas. Hasta el modo en que se eleva el humo parece distinto, como rodeado de misterio.
Yo soy católico por bautismo (y porque me obligaron: es imposible rehusarse a ello al estar atrapado en dos vueltas de manta y cuando nadie entiende o hace caso de tus berridos). Ese fue mi primer contacto con la iglesia y estoy seguro de haber escuchado a varios decirme que dios me invitaba a que regresara con frecuencia para tomar el té. Y estoy más seguro todavía de haber contestado que yo solamente tomaría mates, siempre y cuando él se asegurara de que habría yerba. En fin, nunca creí que dentro de las preferencias de dios, existiera la de pasar encerrado durante todo el día en un edificio; por eso creo verlo rondando por ahí afuera, esperando que alguno lo invite con mate y bizcochos o alguna bebida espirituosa.
Nunca fui un fiel practicante, pero vale la aclaración, he leído y leo a menudo la biblia; y me he dado cuenta (por charlas ocasionales que he sabido mantener) de que muchos acólitos no acostumbran a hacerlo. Y quizá esa fuera la razón que me llevó a poner un cordero en la parrilla para esta navidad. Una manera actualizada, y en un arranque místico, de presentar un holocausto.
Es agradable saber que uno está asando una pieza que simbolizaría a las coincidencias y divergencias, pero que por sobre todo estaría buscando la comunión entre el cielo y la tierra. Aquí abajo, estrechando los lazos de sangre y de amistad, deseando el bien común. Allá arriba, alguien que estaría viendo que aquí busca honrárselo, a pesar de lo difícil de la empresa.
Por eso, cómo no vas a sonreír, cuando al día siguiente te cruzás con algún conocido por la calle y te pregunta que cómo la pasaste. ¿Acaso la respuesta no es simple y surge espontánea?: “¡Bien…! ¡Bárbaro…! ¡En familia!”.

Daniel O. Vangioni


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