lunes, 17 de enero de 2011

Es imposible reclamar el sol
en esta hora
mientras la noche
se apasiona con sus lápices
y dibuja en la pared
la memoria del día.
La noche promueve esa constancia,
esa pretensión de tomar el pulso
para saber si la vida continúa;
y entonces clasificar hechos,
sumar gestos y restar palabras
con ese vaivén,
plausible por lo ingenuo,
porque uno se pregunta
                        y repregunta
para qué diablos sirve ese balance.
La noche tiene
ese atisbo de ingenio
(cuando de recuperar el sol se trata)
de proponer ciertas recetas
que no sirven de mucho,
es cierto,
pero mal que mal son un pasatiempo.
Por ejemplo levantarse tarde
y hacer de cuenta que es temprano,
procurarse un patio para mirar las nubes
alentando su empeño por regar la tierra
                                   y ver después qué pasa;
descalzarse para sentir el pasto,
acompañar algún pájaro en su vuelo,
espiar a los plantines cómo crecen,
desperezarse así y prepararse el mate
cuando la ansiedad recuerda el reglamento
que se olvida enseguida
al buscar la reposera
para alejarse de las normas
restricciones, tradiciones y costumbres,
horarios, supersticiones e impuestos
y alquileres y otros intersticios
donde existe el riesgo de caerse dormido.
Dicho de otro modo,
procurarse un día de ocio
para que el balance nocturno,
que no pierde su constancia,
se remita a sueños y canciones
y espacios en blanco de protesta;
y reírse
transgrediendo barreras de seguridad,
pegar el salto
para desplegar al mundo en abanico
o convertirlo en girasol o margarita
y sin necesidad de subterfugios
elegir el pétalo que nos pertenece.

Daniel Osvaldo Vangioni

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