“…Venid, acercaros, ayudad a este viejo,
sostened conmigo la memoria. Así vuestra vida no transcurrirá en vano”.
(Anónimo - S. XIV)
Una cosa es que te lo vayan a contar y otra muy
distinta es tener la posibilidad de ser testigo. Por eso creo, estoy corriendo
con ventaja. Igual me parece que hay que estar en la piel del tipo para saber
qué se propone lograr con esa hoja de papel y una birome. Es indudable que
intenta escribir. Y ahí está la ventaja de ser testigo, poder observar que no
quiere hacerlo denotando amargura o angustia, ni siquiera indignación por tener
que lidiar con la angustia o la amargura. Para decirlo de otro modo, él quiere
escribir, pero no desde la parcialidad de un estado de ánimo; porque una cosa
es lo que es y como tal debe quedar inalterable. Ahora está mirando por la
ventana, hacia el muro. “La libertad es ficticia; siempre existe un muro,
aunque nada o nadie escapa a la acción del tiempo”. Expresa el pensamiento
mediante un suspiro, que mueve y aleja la hoja de papel que había dejado
descansar sobre la mesa. Yo le he dicho más de una vez que no se deje atrapar;
le he dado aliento y me da la impresión de que me ha hecho caso cuando piensa
que el tiempo espera su momento y actúa paciente. Pero lo dudo cuando mueve la
cabeza en un gesto de desencanto y recorre con los ojos los lugares donde la
caída del revoque deja desnudos a los ladrillos, que van desgranándose poco a
poco y en algunos lugares, incluso, han desaparecido. A pesar del desencanto
por cómo lo dice, debo darle la razón cuando compara la pared a una dentadura
antigua y amarillenta que resignada, ve cómo sus piezas han ido perdiéndose
irrecuperables junto con los años.
¿Veinte? ¿Treinta? ¿Cincuenta años? Difícil determinar
la edad del muro. Difícil diferenciar entre la igualdad de tantos días, donde
la semana era lo mismo que el mes y éste a veces se encontraba con el festejo
de los vecinos recibiendo un nuevo año. El tipo ya no festeja, se ahorra el
significado. Claro, yo casi le digo que nadie dijo que resultaría fácil, pero
adivino que él lo sabe, a juzgar por el modo en que enciende un cigarrillo y
mira a través de la ventana.
Muchas personas no pueden con su genio (como yo, que
al pensar en la dentadura amarillenta, no puedo evitar imaginarme el mal
aliento), por eso comprendo su dificultad en exteriorizar sus sentimientos. Sé
que los ve como acciones difíciles e inútiles de realizar, que había dejado de
realizar sin lograr impedirlo. Aunque se nota que las extraña, o no hubiese
tomado nuevamente el papel y la birome y se esforzase en escribir para romper
el desencanto, como para sentirse vivo, como si verdaderamente le importara y
detrás de la birome le fuese la vida.
Yo creo que de verdad le importa por cómo de a ratos
se mira las manos. Retrocede en los años. Se está acordando de cuando no las
sentía como ahora. Eran años de encantamiento. Alguna vez se sintió libre y
creyó en sus manos. Incluso llegó a creer en la necesidad del muro y en la de
contribuir para aumentar su altura. A veces no hace falta un conjuro para
romper con los encantamientos. Él se dio cuenta de que había ocurrido cuando
comenzó a llamarse “tipo” a sí mismo y hablaba de él como si fuera de otra
persona.
Yo no soy quién para determinar si es motivo de
locura, pero estoy seguro de que duele cuando el encanto se rompe. De todos
modos debo coincidir en que eso ya pertenece al pasado y carece de importancia,
y que hoy la prioridad es vencer al desencanto. Por eso otra vez intenta con la
birome; aunque no le resulta fácil (ha pensado en cerrar la ventana para no ver
el muro y ha desistido porque igual sabrá que está ahí, del otro lado). No es
poca su voluntad, pero se queda sin palabras. Haciendo tiempo utiliza el
costado del margen para hacer dibujitos. Ahora está probando con figuras
geométricas: siempre le asombraron los ángulos. No siempre fue así, pero hoy
duda con los rectos, desconfía de los agudos, se descontrola con los obtusos,
se indigna con los llanos.
Piensa, se imagina cómo se vería, cómo influiría entre
los dibujitos y figuras el agregado de un círculo o de un cuadrado. Concluye
que no, basta, el mundo está lleno de cuadrados que mueren por los círculos y
círculos repletos de tantos cuadrados. De pronto se sorprende porque no sabe en
qué momento dibujó un triángulo. Perplejo y absorto, la trinidad no le anima:
“Esta necedad de creer en los milagros” atina a garabatear.
Más que esperar, el tipo apostaría por un par de
brazos (incluso los míos), pero ya no se acuerda de cómo debe jugar; además
sabe que su suerte ya está echada y no quiere, ni tiene, ganas de callarse.
Vuelve con la birome y vuelve a hablar de él mismo como si se tratase de otra
persona a la que se le va escapando la vida.
Se apura y se desespera porque las palabras van
apareciendo más claras y lo molesta el desencanto. Se detiene en un respiro
necesario para recobrar el pulso. Sacude la birome. Debe remarcar algunas
palabras. La frota entre las manos esperando que baje un poco más de tinta y
sólo logra repujar el papel. Está
puteando por lo bajo y la situación sería chistosa si el tipo vencido
por la birome no estuviera mirando como mira otra vez por la ventana,
sintiéndose tan ladrillo, otro estúpido ladrillo más, a punto de ser pegado
silenciosamente para preservar la integridad y altura del muro (en el que
alguna vez creyó).
Menos mal que yo tengo la ventaja de ser un simple
testigo de la desesperación de este marginal ladrillo anónimo, que siente que
irá a reemplazar a alguno de los que han ido desgranándose. Tratando de
calmarlo, de que se sienta menos pared -y como creo saber qué se proponía
conseguir con la escritura-, le digo que voy a terminar lo que él pretendía. Y
que se quede tranquilo, que alguien lo leerá. Y que seguro en el futuro
encontraremos algún osado animándose, intentando derribar el maldito muro o al
menos escalarlo, pero por fin trasponerlo.
D.O.V.
* Hará unos quince años que escribí "La rebelión del ladrillo", relato que, junto con otros, componen mi libro "Las primeras personas", editado en octubre de 2009. Quizá porque hoy al releerlo creí que de él se desprendía cierta vigencia, a pesar de los años transcurridos; o quizá y simplemente porque sentí cierto gusto y placer en su lectura, y porque aquellas cosas que nos gustan nos llevan a querer compartirlas, es que decido publicarlo nuevamente a través de este medio.
Daniel Osvaldo Vangioni