martes, 2 de abril de 2013

AGORAFOBIA



1-
Si me preguntan, diré que la memoria se parece mucho a esta vieja, llena de arrugas y ovillada en un rincón. Y si no me preguntan, estarían dándome la razón sin enterarse. Nunca aprenderán. Primero hacen leña del árbol caído, y después de algún tiempo, las personas acaban plantando en su lugar, otro de la misma especie. Esa es la verdad. Tan cierto como que existen quienes hurgan en la historia y la manipulan con la intención de idealizar a ciertos hombres, tomándolos como ejemplo de virtud y liderazgo. Pero allá ellos. Esta vieja sabe muy bien que a veces, dos más dos terminan siendo tres, o cinco; y que las palabras alcanzan la cúspide de su poder cuando son transformadas en mentiras.
Si a alguien le interesa la verdad, simplemente diré que cuando se trabaja por muchos años para una sola familia, dentro de las cláusulas que no se escriben en el contrato está la de respetar aquella de que los trapos sucios se lavan dentro del hogar, y que aún hoy, sigo respetando ese silencio que supe guardar en aquella primera época. No, no tengo remordimientos por eso. Si debo reprocharme algo, será por lo que vino después, cuando en reconocimiento a mi discreto servicio y a mis estudios, mi patrón me propuso trabajar con él. Ese fue el cómo y el por qué dejé el servicio doméstico y pasé a ser la secretaria personal de todo un caudillo.
El mundo de la política es fascinante: La primera impresión que tuve no fue muy buena, y en medio de mi asombro, llegué a creer que ese ambiente alimentaba los egos y transformaba a las personas en imbéciles. Después alcancé a notar que quienes están en política han nacido para eso, como si pertenecieran a una especie única que ha encontrado un lugar para relacionarse. Dentro de esa conglomeración pude descubrir a una minoría que sabe mantener la sangre fría y direcciona los pensamientos y criterios de una mayoría. Y que los que conforman esa mayoría aceptan las reglas del juego, porque saben que con sólo esperar, en algún momento tendrán la oportunidad de incluirse dentro de la minoría.
“Trabajar en política es dejarse llevar por el instinto”, llegó a confiarme mi jefe. Acabé dándole la razón: comencé a compararlos con perros alzados corriendo detrás de la perra en celo, peleándose entre sí. Y siempre diré que el arte de la política consiste en saber transar con los bloques opositores mientras se echan rayos por los ojos.
En fin… La primera impresión siempre es la que vale, pero decidí que una flamante secretaria personal del recién asumido intendente de la ciudad, debería ser discreta.
Siempre cuidé de mi aspecto. Y en mi juventud fui bastante coqueta. Modestamente, digamos que no era una modelo, pero casi. Y tenía un algo natural y encantador para los hombres. Nunca me puse a pensar si la diferencia estribaba en los gestos, o el brillo de la mirada, o la entonación de una frase. Pero están las mujeres que van por el mundo como con un cartel pegado en la frente pregonando que sólo aspiran a tener hijos, y están las otras que como yo, sólo pretenden divertirse eludiendo compromisos. Y ese nuevo ambiente donde me vi inmersa y sin esperarlo, con tanto gil dando vuelta, era un espacio ideal para hacerlo. Y con mis idas y vueltas con tanta diversión, con tanto cuerpo a cuerpo, me descuidé y terminé metiendo la pata.
Mi jefe tenía la sangre fría del caudillo, y una vista de águila para descubrir a las personas con problemas, y también, un ensayado semblante altruista a la hora de ofrecer su ayuda. Solícito me acompañó y presentó un médico de su confianza. Así conocí, muy a mi pesar, al doctor Federico.
Nunca pude pronunciar su apellido, se me trababa la lengua. Por eso me dirigía a él por su nombre de pila. Más que un médico, parecía un personaje salido de la farándula. Siempre en pose y como atento a los paparazzi. Tenía un consultorio privado para casos como el mío, pero también gracias a mi jefe, ocupaba el cargo de director del hospital público. Aunque se esforzaron para sembrar la idea entre la población y que la mayoría se lo creyera, de hospital de alta complejidad no tenía nada. Era solamente un centro asistencial, donde las estadísticas brillaban por su ausencia, donde se afirmaba que nuestra ciudad gozaba de una cobertura sanitaria excelente y bajos índices de morbilidad, y donde los casos de extrema urgencia eran derivados al hospital cabecera que funcionaba en la capital de la provincia, que acababa registrando las muertes fuera de nuestro departamento. ¿Denuncias mediáticas? ¡A montones! Pero siempre se las apañaban para salir bien parados. Eran unos artistas en lo suyo. Incluso ante la pregunta incisiva y con el micrófono delante de sus jetas, rebajaban al nivel de sólo chismeríos todo posible escándalo, como lo hicieron, y más de una vez, frente a acusaciones de supuestas desviaciones de fondos que el gobierno provincial enviaba para la compra de insumos. Nunca pudo probarse nada, era imposible seguir el rastro o conocer el destino de esos dineros. Además, los insumos siempre eran adquiridos, pero ocultaban muy bien que era merced al dinero donado por esos vecinos siempre dispuestos a colaborar con su ciudad y su municipio.
Ya perdí la cuenta de los años transcurridos después de su deceso, pero ese día, me alegró enterarme de que Federico había muerto sin disfrutar de su vejez. Siempre sospeché que tenía algo de misógino. Y nunca pude quitarme la sensación de que por un lado debía agradecer haberlo conocido, y por otro, odiar ese momento hasta las lágrimas; porque después de que él se encargó de quitarme el problema, situación en que casi pierdo la vida, quedé sin chances de tener hijos en el futuro. Fue una experiencia abrumadora, luego de la cual, ya no volví a ser la misma.
Después de ese, mi primer y único aborto, fue cuando comencé a ver a mi jefe como a un fiolo, a un proxeneta. Mis ojos se habían abierto, pero yo me sentí contaminada como para dar el paso atrás y buscar otro medio de vida. Ser su secretaria me daba ciertas alas: viajes, relaciones, seguridad en mí misma; hasta pude tener una cuenta bancaria a mi nombre. Iba conociendo los tejes y manejes dentro del sistema, y si antes no tuve inconvenientes en mantener mi boca cerrada, ahora me parecía más a una tumba. Estaba cómoda. Y me justificaba diciéndome que quería saber hacia dónde conducía todo aquello, y que en realidad el culpable de la falta de ética del gobierno, no era mi jefe, eran los ciudadanos que permitían que éste contara con total impunidad para hacer lo que hacía.
Si bien un flor de chanta, un delincuente, mi jefe era un político excelente. Esa cualidad suya era innegable. No tenía rival en el arco opositor. Podía transformarse en un ser fabuloso a la hora de organizar campañas proselitistas, o festivales multitudinarios, o monumentos que llenaban de orgullo a los ciudadanos. Sabía cómo dirigirse a las personas y a las instituciones, elegir la palabra justa, para que esas mismas personas, incluidas aquellas que lo criticaban, amaran la ciudad que los cobijaba. Y porque el amor es ciego, pudo llenarse sus bolsillos descaradamente, y mantenerse al frente del ejecutivo municipal por tres períodos de gobierno.
Fueron doce años intensos, con la atención puesta en hacer trabajar una maquinaria calibrada con la precisión de un reloj. No hubo nada al azar. Desde la infiltración de personas de confianza dentro de las instituciones intermedias más importantes relacionadas con la producción, la industria y el comercio, y sobre todo, en las de promoción social, hasta en las mismas vecinales, que funcionaban como satélites del municipio. Nada quedaba fuera del alcance de los tentáculos del gran pulpo. Hasta los medios de difusión eran títeres del gobierno, incluso los medios opositores, que recibían su tajada por debajo del escritorio. Casi todo el mundo tenía el culo sucio, y ya fuese por acción u omisión, éramos las putas del Poder. Aunque siempre aparece alguien que se anima a sacudirte el hombro, a poner en hora el despertador, a patear al gallo si no quiere cantarle al alba. Alguien que es parte de ese misterioso mecanismo que se activa cada tanto, para señalar que ha llegado el momento, y que es natural que todo círculo deba cerrarse.
La ciudad no avanzaba. La ciudad estaba estancada. La ciudad era una especie de isla donde todos éramos náufragos. Así lo decía al menos, un pequeño grupo de ciudadanos que esforzadamente no se incluían en los engranajes del engaño.
Era ésta una voz tibia, una tenue campanada de advertencia que mi jefe y su cúpula de gobierno ignoraron por completo. Tal era su soberbia. Nunca, ni en sueños, imaginaron que sobrevendría el meteoro, ni previeron sus consecuencias.
Las lluvias llegaron inclementes. Las lluvias eran baldazos de agua mezclados con granizo de todos los tamaños y fuertes vientos. En un intento de menguar los ánimos, mi jefe y sus secuaces salieron presurosos a informar que los desagües pluviales habían funcionado correctamente, pero que el volumen de agua caída había alcanzado extraordinarios 500 milímetros según las mediciones realizadas. Pero el daño estaba hecho: media ciudad había quedado inundada y el agua demoró quince días en escurrirse. La ciudad había quedado dividida no sólo por el agua, sino también por las posturas y opiniones adoptadas respecto de la catástrofe. Mientras los inmuebles perdían valor por estar ubicados en “zonas inundables”, unos decían que todo era producto del efecto invernadero, que había que comenzar a pensarnos como víctimas de nuestra propia negligencia por contaminar la atmósfera, que la lluvia era un castigo divino. Y espantados, organizaban cadenas de oración para purgar los pecados. Otros, en cambio, afirmaban que el anegamiento había sido producto de la impermeabilidad del suelo, consecuencia de la urbanización y de las modernas técnicas de siembra aplicadas en los campos, aunque finalmente dejaron entrever que no estaban muy convencidos de sus teorías, ya que por si acaso y por las dudas, y también algo espantados, optaron por sumarse a las cadenas de oración para que Dios no continuara castigándonos.
Pero las vocecitas que habían sido tibias, comenzaron a gritar, poniendo de relieve la falta de obras hídricas para el escurrimiento de las aguas pluviales, y denunciaban la ineptitud y desidia de quienes gobernaban. Fue el momento en que quedó sin efecto aquello de “si no se ve, no tiene importancia”. Y comenzaron los rumores sobre que los damnificados por la inundación habían comenzado a organizarse y que pronto lloverían también, demandas de resarcimientos por las pérdidas materiales sufridas. Y todo había ocurrido en pleno año electoral. Fue la debacle. Luego, las urnas no perdonaron.
Pero los políticos son una raza aparte. Creo haberlo dicho. Ellos elaboran sus propias tácticas de supervivencia y sus vías de escape. Mi jefe y la gran mayoría de sus funcionarios, luego de la derrota electoral, pasaron a ocupar cargos a nivel provincial. La ciudad tuvo un nuevo y afanado gobierno surgido del arco opositor, y yo, después de quedarme sin empleo y luego de algún tiempo, pude jubilarme. Lograr mi jubilación no fue fácil porque mi edad no correspondía con la exigida por Ley, pero la obtuve gracias a la mediación de uno de mis antiguos amantes. Fue un gesto de cortesía, porque si bien los políticos se salvaguardan entre sí, yo no era una de ellos. Era simplemente una secretaria desempleada, que además tuvo que aguantar algún que otro comentario malintencionado de sus vecinos por la relación laboral que había tenido. Pero no me fui de mi pueblo. ¿Hacia dónde iría, y qué podría encontrar en otra ciudad, a esa altura de mi vida? Además, ya había comenzado a tener problemas con mi salud. Me costaba caminar y enfocar la mirada. Mi casa se convirtió en mi refugio. Al principio lo hacían, pero luego, quienes se decían mis amigos, dejaron de visitarme. Y después de eso, ya no salí más a la calle.

2-
La vieja había echado la cabeza hacia atrás sobre el respaldo de la mecedora ganada por el sueño. Soñaba creyendo revivir una reunión de gabinete. El tema a debatir era el problema que ocasionaban los pájaros en la plaza principal, que en horas del atardecer, la tornaban intransitable. La plaza era el símbolo de la ciudad, con sus árboles añosos y sus monumentos, donde palomas, jilgueros y negruchos, competían con gorriones y cardenales para ver cuál bandada se había alimentado mejor en el transcurso del día.
Se había intentado casi de todo para erradicar lo que hacía rato se sabía era ya una plaga: desde instruir a ciertos empleados del municipio para que, rama en mano, y al grito de, ¡yuuuh! ¡yuuuuh!, intentaran espantarlas, hasta la organización periódica de alguna fiesta en horas de la noche, esperanzados en que a la tarde siguiente las aves no regresaran. (En su sueño la vieja incluyó la imagen de pájaros espías, contratados para influir sobre las bandadas para confundirlas y disgregarlas. Un vano esfuerzo, un total fracaso de golpe de Estado).
“Tenemos que encontrar una solución”, fue la premisa del intendente, que en un rapto de furia alimentada por su impotencia y desesperación ante las próximas elecciones, estalló con un: “voy a promulgar un decreto y prohibir a los pájaros el usufructo de los árboles de la plaza”. Algo que fue vitoreado por uno de sus alcahuetes más allegados: “¡Esa sería una medida muy acertada, señor! ¡Sobre todo para demostrar la inoperancia del Concejo para legislar al respecto!” Todas las miradas se centraron en él, y luego en el intendente, pero la distracción fue rota por la voz del intelectual del grupo que detrás de sus gafas replicó enseguida: “los pájaros no lo acatarían, señor. No conocen la ley orgánica del municipio…”
“¡Denme una honda!” –exclamó el temperamental fanático de la causa. Como ninguno hizo caso de su comentario, volvió a insistir: “¡Pero miren que tengo buena puntería, eh!” Todos mantuvieron su actitud. Como si no hubieran escuchado nada.
“¡Ya sé!”, intervino el asesor principal: “Pidamos una remesa de dinero al gobierno provincial e instalemos un moderno sistema de ultrasonido; no va a quedar ni uno, jejejeje”, festejó su propia idea con un brillo de avaricia en los ojos.
“¿Y las mascotas de los vecinos?” –le retrucaron. “Implementar un sistema así, nos quitaría votos” –coincidieron al unísono.
Enseguida alguien acotó tímidamente: “¿cuál es el depredador natural de los pajaritos?” –nadie miró en su dirección, pero quien lo dijo se encorvó más en su asiento, ruborizado.
“¿Los gatos?” –contestó un rezagado siguiendo la idea. “¡No bruto! ¡Esa es buena! ¡Otras aves, pero de rapiña!” –aprobaron en conjunto y por unanimidad. Aunque enseguida se rectificaron: “démosle de comer y nos sacarán los ojos…”
Sentado en el borde de su silla, el secretario de planeamiento urbano (hasta ese momento sin haber podido soltar ni una sola palabra), rojo de excitación, se paró de repente y sugirió: “pidamos a los vecinos que elaboren un proyecto para ver qué ideas podemos adoptar como propias. Aunque personalmente, creo que hay dos o tres maneras de aprovechar el asentamiento de los bichos: una, contratar el asesoramiento de algún profesional químico, para que descubra qué ingrediente mezclar al excremento para que solidifique y con ello tapar los baches en las calles; dos, cubramos la plaza con algún tipo de cúpula transparente, dejemos los pájaros dentro, agreguemos algunas otras especies animales, y promocionemos el nuevo mini zoológico con entrada a precio popular; o tres, cerquemos con vallas todo el perímetro y pongamos dentro a los infractores de tránsito, para que después la chusma tenga precaución al conducir, por miedo a terminar cagada de la cabeza a los pies. ¡Y que la oposición diga después que no hacemos nada para evitar accidentes!”.
“¡Ese es mi pollo!” –fue la exclamación súbita del intendente con un tono de voz que no dejó entrever si denotaba orgullo o menosprecio. Pero eso sirvió para captar la atención de los presentes. Envarándose en su silla y asegurándose de que todos pudieran observar su sonrisa, agregó enseguida: “Escuchen lo que vamos a hacer: reunamos a los periodistas y comencemos a difundir que los pájaros, por ser animalitos de Dios, y parte de un sistema democrático, tienen tanto derecho a usar la plaza como cualquiera.
Por otro lado, y para uso exclusivo dentro del predio, proporcionemos paraguas a los vecinos a través de stands que ubicaremos en cada punto de acceso, y que esos paraguas lleven impresa algún tipo de leyenda que aluda a nuestra gestión y nuestro respeto por la naturaleza. Publicitemos que estamos a favor de los derechos del animal, porque de ese modo, todos los ciudadanos pensarán en nosotros cuando miren a sus mascotas. Aprovechemos el presupuesto reconducido y contratemos personal extra para limpiar a la mañana bien temprano, para que cuando la gente se dirija a sus trabajos o a hacer sus compras, se enorgullezcan de la plaza que tienen”.
La vieja en su sueño volvió a observar el obsecuente brillo de admiración en los ojos de los miembros del gabinete. “Qué boludos hijos de puta”, murmuró entre dientes. Y corrigió un poco su posición en la mecedora para continuar durmiendo.

3-
Irina había usado su propia llave para entrar en la casa. Sin hacer ruido se encaminó directamente a la cocina para dejar las bolsas con las compras del mercado. Con el mismo sigilo se preparó café y se sentó a la mesa a esperar que su tía Beatriz se durmiese. No había maldad en su accionar. Ella amaba a esa vieja. Sólo que últimamente evitaba mostrarse, porque de hacerlo, y al tener un interlocutor frente a ella, la vieja tendía a darse demasiada manija y tener picos de presión. Tiempo atrás había intentado llevarla de paseo, como lo hacían en el pasado, antes de que se recluyera, pero su tía se negaba poniendo la excusa de sus piernas débiles. Al principio había tratado de razonar con ella, animándole, enojándose, suplicándole. La vieja siempre le acariciaba la mejilla, y sonriéndole, le pedía un vaso de leche. Irina acababa yendo por él, frustrada y dándole la razón a su madre cuando ésta afirmaba que es imposible lograr que un viejo cambie de parecer. Luego, se sentaba junto a Beatriz, le hacía compañía, le daba a su tía, alguien interesada en escuchar sus historias.
Irina espía a través de la puerta y ve que la vieja se ha dormido. Se levanta de la silla pensando que en un momento saldrá a la calle y tendrá la misma sensación de siempre, esa de verse a sí misma como aquél sobreviviente que intenta robarle a la vida el minuto de felicidad que justifica, minimizándolos, a los cincuenta y nueve minutos restantes.
Está convencida hace tiempo, de que reconocer a los farsantes no tiene nada de difícil, pero en cambio, lograr que sus mentiras queden al descubierto y sean reconocidas como tales, siempre dependerá de la subjetividad y grado de compromiso de quienes estén observándolas, y que seguramente entre éstos habrá más de un idiota dejándose subyugar por esas mentiras, defendiéndolas encarnizadamente.
Irina levanta y baja su mentón un par de veces, reafirmando, mientras pone un vaso con leche y un par de galletas en una bandeja que lleva y deposita, junto con un cuadernillo, en la mesita que está al lado de la mecedora donde duerme su tía. Sabe que cuando ella despierte valorará con ternura el gesto, al tiempo que recordará a su sobrina diciéndole que sus historias bien valen un libro. Y que cumplió la promesa de que al menos, se esforzaría en escribir un relato.
D.O.V.

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